Descripción
La tragedia que le toca vivir a Palestina es el mejor ejemplo de que el mundo moderno se basa en la mentira y en la hipocresía. No pasa un día sin que nos recuerden el terrible holocausto que le tocó vivir al pueblo judío ni de las maldades del nazismo, llegando incluso a perseguir y penar a quienes no compartan a pie puntillas cada uno de los hechos que se nos enseñan sobre ambos sucesos. Sin embargo, delante de nuestros propios ojos, sin que los cielos se abran ni se condene aunque sea en una milésima parte de lo que se condenan a los anteriores, vemos como el pueblo palestino es sometido a un genocidio constante, a una persecución, ocultamiento y negación de sus derechos. En la era en que cualquier hombre, para decirse civilizado, se llena la boca o reacciona en pos de la libertad y los derechos humanos (lo que sería loable si no estuviera oscurecido por la hipocresía del silencio ante algunos sufrimientos) contemplamos impávidos como el Estado de Israel discrimina, expulsa, arresta, golpea y tortura, o siquiera encarcela sin motivos de peso a los palestinos, que además son los legítimos habitantes se su tierra. Todas las organizaciones humanitarias tienen expedientes cargados sobre estos horrores cotidianos. A los policías y soldados judíos les inculcan un racismo poderoso que les lleva a un sadismo especialmente vicioso, admitido y celebrado por los oficiales. Racismo y tortura son institucionales en ese país tan amado por la mayoría de los progresistas del mundo entero.
Para mostrar en toda su dimensión esta barbaridad y doble faz, se recopilan los más representativos trabajos de numerosos y calificados autores al respecto.
Para empezar es Norberto Ceresole, un hombre que proviene de la izquierda, quien hace notar que la política de Israel es la consecuencia final, lógica e inexorable del monoteísmo judío. Que el único título de propiedad de sus tierras es la promesa de Yahvé en el Antiguo Testamento y su forma de actuar no es más que el fiel reflejo de las indicaciones dadas por la autoridad suprema: Yahvé. Ese dios nacional judío está detrás de todas las acciones militares del Estado judío: es el responsable de la expulsión a sangre y fuego de las poblaciones palestinas originales (los antiguos cananeos fueron los propietarios de la tierra “prometida” por lo menos quince milenios antes de que Yahvé se la diese en “propiedad” a un personaje mítico llamado Moisés), es el responsable de las torturas, es el responsable de los bombardeos y es el responsable del martirio que se sufre en las cárceles.
Pero resulta que el Antiguo Testamento contiene unos 600 pasajes cargados de violencia explicita, 1.000 versículos en los que se describen acciones violentas de castigo ejecutadas por el propio Dios y 100 pasajes en los que este Dios ordena a su pueblo elegido, expresamente, matar a otros. El dominio sobre los demás que Yahvé les promete es lo que alimenta su odio y discriminación, su falta de compasión sobre los que no pertenecen a su pueblo elegido.
Parece ser que la violencia es la actividad más mencionada en la Biblia hebrea, pero a pesar de ser una apreciación irrefutable para cualquiera que la lea, no se permite denunciarlo. Sí, claro, se puede atacar a cualquier otra religión, el cristianismo y el islamismo son constantemente atacados por los medios de difusión, sin permitirse una sola crítica contra la enseñanza yahvítica que se basa en genocidios y nos sigue dando todavía genocidios silenciados por la prensa.
Es Robert Faurisson, luego, quien alerta que la tragedia de los palestinos requiere que el mundo permita que se pueda revisar, desde ya que con métodos científicos y siguiendo las reglas historiográficas, lo que se ha dado en llamar Holocausto, que, por como están las cosas, pareciera ser un fraude que ha servido para crear el Estado de Israel y, actualmente, sirve como escudo y espada de aquel Estado que no cesa de aventar el fantasma de un supuesto exterminio. Este fraude es el que está instigando al odio y la guerra, por lo que es por el bien de la humanidad que se debería permitir someterlo a reglas severas de investigación para dejar de ser el gran tabú de la era moderna, detrás del cual se esconden la censura y persecución política.
Finalmente, se han recopilado artículos de los más destacados autores judíos que critican de igual modo las políticas que se aplican en contra de los palestinos. Judíos honestos, valerosos, que heroicamente entienden que el odio no puede seguir proliferando y se arriesgan a perder todo antes que callar lo que sienten. Entre ellos Israel Shamir, unos de los mejores escritores de la actualidad, denuncia como nadie la hipocresía y la falta de lógica de estas políticas. Ilan Pappé, campeón en la lucha por los derechos palestinos, denuncia sus diversas violaciones. Shlomo Sand, prestigioso historiador en Israel, denuncia las falsedades de la historia antiguo testamentaria y la manipulación y racismo que el Estado aplica para sostenerlas. Gilad Atzmon, brillante escritor, traza paralelos entre lo que la Biblia dice y los atropellos que el Estado israelí realiza.
Es este último quien sostiene también que el Holocausto es mucho más que un relato histórico, contiene la mayoría de los elementos religiosos esenciales: sacerdotes (Simon Wiesenthal, Elie Wiesel, etc.), profetas (Shimon Peres, Benjamin Netanyahu, etc.); mandamientos y dogmas (“nunca más”, “seis millones”, etc.); rituales (días conmemorativos, peregrinación a Auschwitz etc.); establece un orden simbólico esotérico (kapos, cámaras de gas, chimeneas, etc.); santuarios y templos (Yad Vashem, el Museo del Holocausto y, ahora, la ONU). Por si no fuera bastante, la religión del Holocausto también está mantenida por una enorme red económica e infraestructuras financieras mundiales (la industria del Holocausto, tal como la expuso Norman Finkelstein). Lo más curioso es que la religión del Holocausto es tan coherente que define a los nuevos “anticristos” (los negacionistas) y tan poderosa que los persigue (mediante las leyes contra la negación del Holocausto).
Nada importa que a los palestinos se les emparede vivos detrás de un muro de hormigón de ocho metros de alto; nada importa que se arranquen de cuajo los olivares y se destruyan los pozos de agua. Lo importante es que “no se demonice ni fustigue a Israel o a sus dirigentes”.