Descripción
La Antología mussoliniana, «El espíritu de la Revolución Fascista», autorizada por el Duce, constituye la presentación de los pensamientos más notables de los escritos y discursos de Mussolini, en orden cronológico y según un orden lógico, no solamente hace que el libro constituya un manual de consulta útil y práctico para quien quiera conocer el pensamiento de quien fuera el fundador del fascismo, sino que represente una guía segura para quien quiera interpretar su sistema que se opone diametralmente al sistema individualista nacido con la Reforma de Martín Lutero, y afirmado con la Revolución Francesa, de la que se derivan —en el campo político— el socialismo, el liberalismo, el societarismo y el comunismo.
Quien lea este breve volumen podrá, en efecto, comprender cómo el espíritu de la Revolución Fascista es íntimamente «antiindividualista», y cómo tal espíritu suprime el «individualismo» sin inmolar la individualidad, porque la personalidad humana no ha sido aniquilada por el Fascismo —como lo ha sido por el comunismo—, sino que ha sido valorizada hasta el punto de representar el único trámite a través del cual el hombre puede reunirse con Dios. Con él, el lector podrá comprender, además, cómo la religiosidad del Fascismo es una religiosidad verdadera, porque se apoya en la trascendencia y no se confunde con la religiosidad de las modernas filosofías inmanentísticas de marca idealista; podrá comprender cómo la religiosidad del Fascismo es así una religiosidad que se basa en una nueva concepción mística de la vida. Semejante concepción parte del supuesto de que el hombre es llevado por naturaleza a la más áspera lucha, y porque entiende tal lucha como la resultante de la que todo individuo ha de sostener contra sí mismo; afirma que, por naturaleza, el hombre tiende al autodominio, que es lo único que puede hacerle gozar de su más auténtica y plena libertad. Como se comprende, el Fascismo no es, pues, sinónimo de violencia, sino de autodisciplina.
Cuanto Mussolini ha dicho y escrito sobre el corporativismo, sobre el pueblo trabajador y sobre el Estado, sirve para demostrar la veracidad de nuestra afirmación. Pero lo que más viene a demostrar la moralidad del Fascismo, es aquello que ha escrito y dicho sobre la nueva mística, sobre la libertad, sobre la disciplina y sobre la religión, toda vez que sus afirmaciones al efecto, no sólo deben ser meditadas atentamente por las personas dedicadas al estudio, sino por todos aquellos que se esfuerzan en determinar un renacimiento cultural, espiritual y religioso en el mundo.
«El espíritu de la revolución fascista» es en suma la mejor manera de acercarse al pensamiento de Mussolini y del fascismo italiano sin desfiguraciones, de su fuente primaria. Es un testimo de que el fascismo es una doctrina y una acción intransigente, que no realiza compromisos con la «vida cómoda» sino que apunta a la renovación espiritual del hombre. Ejemplo de heroísmo que, más allá de las contingencias históricas, sabe ser coherente con sus propios principios viviendo el ideale incluso llegando al sacrificio extremo; elevando al fascismo a una categoría universal del Ser, que busca la continuidad entre doctrina y acción, y resulta en fuente inagotable de una espiritualidad que busca una revolución tanto del mundo como del hombre mismo.
Prólogo
Yo, a Mussolini, creo entenderle muy bien; y, por ningún primor de agudeza, fino gracias a la fortuita merced de un doble acaso, sin mezcla en mí de mérito o don alguno; como que todo está cifrado en el hecho de tener el Duce y quien hoy traza en su loa estas líneas pálidas exactamente la misma edad y haber frecuentado, hacia, la misma época, las mismas ciudades de Europa; sometidos al baño común de un clima de cultura y ala nutrición de idénticas influencias doctrinales. Nada tal vez torna más transparente a un hombre para otro. Habrá en su día, pronto, ciertos esenciales secretos españoles, sólo asequibles al puñado de hijos de España, que, en alas de unos veinte años subieron al Alto del León, a fines de julio de 1936. Y se cuentan hoy otros secretos, de área más extensa pero también reservados, privilegio de aquellos que, contando veinte años también, pero hacia las fechas de la primera década del presente siglo, se acostumbraron a detenerse, cuando pasaban por la calle de la Sorbona, para curiosear, a través de unos cristales bastante sucios, los paquetes de “Les Cahiers de la Quinzaine” amontonarse en el tenducho de Péguy; o bien dieron y recibieron golpes en las algaradas provocadas, ya en el Barrio Latino por los amigos de Maurras, ya en el Faubourg Saint-Antoine por los discípulos de la “acción directa” de Sorel o intentaron, a pesar de una preparación matemática insuficiente, sacar lección de los cursos de Wilfredo Pareto en la Universidad de Lausanne; o recogieron las confidencias de algún curtía, desterrado a una parroquia del Alpe, por culpa de sus más y sus menos, en cuestiones de inmanentismo religioso o ideas sociales; o sorprendieron en el rincón de una cervecería de Jena o de Basilea a un grupo de viejos profesores evocar los recuerdos y reír las extravagancias de la etapa profesoral de Federico Nietzsche.
Nadie, por de pronto, ha ganado a esos prístinos novencentistas en precocidad de emancipación respecto del prejuicio, que repartía automáticamente las opiniones políticas en “derechas” e “izquierdas”; mal habito y perniciosa dolencia del juicio, contagiada por el parlamentarismo inglés al Continente, y a otros continentes, a todo lo largo del Ochocientos; y tan terca en sus relicatos y recaídas, que la mayor parte de las gentes aún se la dijera, a estas presentes horas, mal curada y poco limpia de ella. Nosotros, en cambio, ya va para un cuarto de centuria que en este capítulo y otros vecinos, estamos al cabo de la calle. Y así, cuando un día hemos visto a nuestro contemporáneo y condiscípulo Benito Mussolini, hijo de Forlí y autodidacta, original como un adolescente, por lo mismo que cuadragenario levantarse en tensión y marchar derecho a la dictadura personal, dejando atrás a sus antiguos camaradas los socialistas y a sus recientes aliados los excombatientes, arrastrando empero tras de sí a lo mejor de las huestes de los unos y los otros, bajo la acción de un fuego que no les aclaraba las mentes todavía pero que les encendía los corazones ya., no hemos pensado ni un momento que hubiera aquí el tránsito de una “izquierda” a una cualquier “derecha”. Por lo que a mí toca, formalmente aseguro que la nota sindicalista siempre me ha parecido esencial en el Fascio y en sus secuelas; como desde antes, la nota cultural y tradicionalista me había, parecido posible en la acción sindical. No en los inicios, bajo la apariencia de lo que muchos juzgaron entonces mutación brusca, quise ver, en el que triunfalmente marchaba sobre Roma, el traidor a una causa, ni siquiera el renegado, ni el converso ni el corregido. Previo sabedor de cómo una promoción superaba las que sus precedentes, —acaso alguna entre las siguientes—, habían creído o han vuelto a creer antinomias, he asistido sin sorpresa a la continuación del socialista en el patriota; del amigo de la paz en el artesano de la preparación bélica: del proferidor de algún exabrupto anticlerical, cuya huella rebuscan hoy mezquinamente sus enemigos, en vivificador certero de la misma entraña católica. Y, al dictador, conjugarse armoniosamente con la monarquía; y, al obrerista, salvar al capital en la peor de sus crisis; y, al saltador de fronteras, apretar los tornillos arancelarios de la autarquía italiana; y, a la criatura de la multitud, remediar, inclusive con la transfusión de sangre, las por ventura anemiadas virtudes de las selecciones aristocráticas. Y he apreciado, a través del tiempo y por encima de las anécdotas, la soberbia unidad en la vida y en la obra de un hombre, que ya pensaba como un estadista cuando se ganaba el pan como un jornalero y que sigue siendo un campesino, cuando ya es casi un emperador.
Con el tiempo —y con el éxito—, esta superior coherencia de una personalidad ha acabado, de todas suertes, por imponerse al público: ya la convicción de aquella es ambiente, aunque su explicación conserve últimas razones un poco enigmáticas para el común; y en verdad cabría, decir que, si en el presente volumen antológico, la puntual y bien estructurada aducción de textos no viniera a demostrar otra tesis, lo que con él se hubiera logrado es hundir una puerta abierta. Pero, en otro punto el descubrimiento de la unidad ka de parecer más arduo, si en la hora actual, indispensable. Y, aquí sí que el estudio directo de la auténtica expresión mussoliniana no tiene precio para nosotros. Cuando ésta empezó a articularse, la nación que, en primer término, estaba destinada a comulgar en ella, vivía precisamente con una intensidad, hija de la novedad en parte, el orgullo de sentirse nación; orgullo exacerbado inevitablemente por la guerra recientísima y por la victoria, como a través de los vejámenes en que ésta se frustró. Así, necesitado de una eficacia popular inmediata y, encima de ello, sincero vindicador de una dignidad nacional escarnecida en Versalles y en los varios incidentes internacionales, epílogo y utílogo del tratado de paz, el Fascismo no podía por menos que presentarse como un continuador de la empresa patriótica del “Risorgimento”; y heredar, con el patrimonio de sus fecundas esencias patrióticas, una parte de la carga de sus principios teóricos. Entre ellos figuraba el llamado principio de nacionalidades: en nombre del principio de nacionalidades se habían logrado la unidad y la independencia italianas. Adversario, empero, de la Democracia, ¿cómo el Fascio podía avenirse a semejante postulado, traducción exacta del individualismo a la política internacional, como él liberalismo lo es respecto de la política interior? Y, más gravemente aún: si era cierto que la: memoria del “Risorgimento” había entrado, a título de una adquisición más, en el acervo de la tradición del país, ¿ cómo olvidar que memoria más alta y tradición de más secular abolengo, le eran antagónicos en el sentido, la memoria y la tradición del Imperio Romano, título primero, cuya invocación no podía excusar, quien, al marchar sobre Roma, obedecía indudablemente a la vocación de restaurar Roma, de restaurarla en su plenitud, es decir, en su idea universal, que no se, acomoda, o se acomoda malamente, con las soberanías localmente parciales, con las “policías oblicuas”, como Dante las llamaba? Había en esta invocación para el Fascismo, no sólo un derecho, sino un deber; explícita o implícitamente, la idea de la Roma universal debía encontrarse en cualquier aspiración italiana hacia la grandeza, en las empresas de la civilización como en las del dominio, en el mundo de las ideas no menos que en tierra, aire y mar. Pero, el Mussolini nacionalista exigido por la perentoriedad de una hora ¿cabía acaso prolongarlo en el Mussolini imperialista, que, a poca distancia, iba a exigir el imperativo de otras horas, las que hoy vivimos, el “Weltgeist”, que, con Napoleón, según Hegel, montaba a caballo y que ahora se había endosado una camisa negra? Cabía, sí; y, a la insinuación primero, al desarrollo enseguida, al triunfo inminente de tal síntesis asistimos maravillados pero nunca asombrados —por lo de los secretos comunes—, en los acontecimientos de la Historia y, en su trasunto fiel, si abreviado, el libro que sigue. Para la remoción de mundos que ello representaba —mundos de prejuicios y renuncias, de equívocos y de errores, de dolores y de sacrificios también,—, África ha proporcionado el punto de apoyo —como por ventura, en empresa análoga, si para soluciones distintas. España lo encuentre en América—. África, la empresa de Etiopía, en la cual la noción de Imperio ha encontrado una ambivalencia transitoria, que el genio del Conductor ha sabido, con oportunidad soberana, aprovechar … Aquellos mismos lagos helvéticos, junto a los cuales él, treinta años atrás, había intentado captar las lecciones de la economía paretiana, oyeron ahora y yo cerca de ellos, las primeras palabras públicas de confesión de una voluntad sobrenacional de pujanza, inspiradas, ordenadas por quien ya palabra no dice que no esté preñada de realidades hasta el cuello. Desmayadas, titubeantes, ambiguas casi, salían de los labios finos del barón Aloisi, en aquéllas tenidas infames de la Sociedad de las Naciones, donde las sanciones fueron votadas. Pero nadie, entre quienes las oyeron, se equivocó. Todos se dijeron que, venidas de quien venían, representaban la conclusión de un período en la política del mundo. Que la trampa de Maquiavelo, cuando, en el lugar del Emperador, puso al Príncipe; el régimen de los gobiernos estatales de la Edad Moderna y sus manejos artificiosos y diplomáticos; su juego de alianzas, ligas, equilibrio europeo, superstición de la independencia, patriotería revolucionaria, conspiraciones y combinaciones, finiquitaba allí: Que, retorno a la tradición gibelina, Dante, víctima de Maquiavelo, iba a ser vengado.
Dante, que auguró en su tratado “De Monarchia” :”El mundo no conocerá paz hasta que el Imperio Romano esté restablecido.”
Introducción
La Antología mussoliniana, “El espíritu de la Revolución Fascista”, autorizada por el Duce, ha encontrado en Italia enorme aceptación, especialmente entre los organizadores políticos y entre quienes estudian los problemas culturales y políticos surgidos en Europa tras la Gran Guerra, porque la presentación de los trozos más salientes de los escritos y discursos del Duce, en orden cronológico y según un orden lógico, no solamente hace que el libro constituya un manual de consulta útil y práctico para quien quiera conocer el pensamiento de Mussolini, sino que represente una guía segura para quien quiera interpretar su sistema, que se opone diametralmente al sistema individualista nacido con la Reforma de Martín Lutero, y afirmado con la Revolución Francesa, de la que se derivan —en el campo político— el socialismo, el liberalismo, el societarismo y el comunismo.
Quien lea este breve volumen podrá, en efecto, comprender cómo el espíritu de la Revolución Fascista es íntimamente antiindividualista, y cómo tal espíritu suprime el individualismo sin inmolar la individualidad, porque la personalidad humana no ha sido aniquilada por el Fascismo —como lo ha sido por el comunismo—, sino que ha sido valorizada hasta el punto de representar el único trámite a través del cual el hombre puede reunirse con Dios.
Con la lectura dé este libro, el pueblo americano podrá comprender, además, cómo la religiosidad del Fascismo es una religiosidad verdadera, porque se apoya en la trascendencia y no se confunde con la religiosidad de las modernas filosofías inmanentísticas de marca idealista; podrá comprender cómo la religiosidad del Fascismo es así una religiosidad que se basa en una nueva concepción mística de la vida, parecida, pero no igual, a la concepción católica. Semejante concepción parte del supuesto de que el hombre es llevado por naturaleza a la más áspera lucha, y porque entiende tal lucha como la resultante de las que todo individuo ha de sostener contra sí mismo, afirma que, por naturaleza, el hombre tiende al autodominio, que es lo único que puede hacerle gozar de su más auténtica y plena libertad.
Cómo se comprende, el Fascismo no es, pues, sinónimo de violencia, sino de autodisciplina el Fascismo es la expresión más viva y palpitante de una nueva catolicidad. Cuanto Mussolini ha dicho y escrito sobre el corporativismo, sobre el pueblo trabajador y sobre el Estado, sirve para demostrar la veracidad de nuestra afirmación. Pero lo que más viene a demostrar la moralidad del Fascismo, es aquello que ha escrito y dicho sobre la nueva mística, sobre la libertad, sobre la disciplina y sobre la religión, toda vez que sus afirmaciones al efecto, no sólo deben ser meditadas atentamente por las personas dedicadas al estudio, sino por todos aquellos que se esfuerzan en determinar un renacimiento cultural, espiritual y religioso en el mundo.
Mussolini representa, no sólo para los italianos, sino para todos los hombres, la luz del porvenir: es el precursor y el artífice de la civilización Fascista que dará la impronta al nuevo siglo y que se impondrá en todo el mundo, no con la fuerza de las armas, sino por la íntima y entera correspondencia de las aspiraciones de todos los pueblos con los supuestos en que se basan la acción y el pensamiento del Duce, quien ha encontrado en España sus más seguros intérpretes, en los exponentes más autorizados del movimiento falangista, que quieren su Patria unida, libre, fuerte, independiente y animada por el espíritu de una renovada catolicidad.
EL COMPILADOR
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