Los atentados judíos en Buenos Aires

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Desde hace algunos años vengo analizando los llamados «Atentados de Buenos Aires». Esos atentados fueron dos explosiones en las que murieron más de cien personas y quedaron heridos varios cientos más. La primera explosión se produjo en el interior de la embajada de Israel, en 1992, y la segunda en la Asociación Mutual Israelita en la Argentina (AMIA), en pleno centro de Buenos Aires, en 1994. Hasta el momento, la justicia argentina, apoyada por los servicios israelíes (Mossad) y norteamericanos (FBI) no ha encontrado una sola prueba que pueda señalar a un sólo culpable. Lo curioso es que, al igual que en Nairobi cuatro años después, a la media hora de producirse la explosión en la AMIA de Buenos Aires, comenzaron a circular los primeros rumores acusando a los «islamistas» de ser los «verdaderos terroristas». Es un mismo esquema operativo en el cual sólo cambian los objetivos y los escenarios. Pero no los actores.

El resultado de mis investigaciones anteriores lo he objetivado en tres libros ya editados. Ellos son: Terrorismo fundamentalista judío (1996), El nacional judaísmo (1997) y La falsificación de la realidad (1998). A nivel personal he pagado un alto costo, porque mis investigaciones no coinciden con lo «políticamente correcto»: un conjunto de parámetros intelectuales que hoy actúan como gendarmería del pensamiento en el mundo entero. Pero yo sigo pensando «a la antigua». Sigo creyendo firmemente que un intelectual tiene un deber prioritario de lealtad para con su patria y para con su pueblo. Y que esa lealtad es algo muy distinto a la estupidez del «compromiso». Soy, lo reconozco, un «sudaca» atrasado y tercermundista que sigue pensando como Martin Heidegger: «Sé por la experiencia y la historia humanas que todo lo esencial y grande sólo ha podido surgir cuando el hombre tenía una patria y estaba arraigado en una tradición».

A partir de los «atentados de Buenos Aires» los patriotas argentinos hemos sido expulsados a la clandestinidad por la ocupación judía de los aparatos del Estado y por el proceso de distorsión cultural que esas mismas organizaciones judías lograron establecer sobre el conjunto de la sociedad argentina. Yo mismo, por razones de seguridad, no puedo vivir en la Argentina. Hacia fines de 1996 tuve que optar por un segundo exilio (el primero me fue impuesto porque luché hasta el final contra la llamada «dictadura militar»). Había recibido numerosas amenazas de muerte realizadas, ¡qué duda cabe! por la «conexión interna judía-fundamentalista». En cuanto a la «justicia» argentina un sólo ejemplo: poco tiempo antes de salir del país mi abogado tuvo que interponer nada menos que dos recursos de habeas corpus preventivo, en un mismo día. Sólo el gobierno, en mi caso personal, mantuvo una actitud respetuosa. Lo peor fue que muchos amigos «de toda la vida», algunos de ellos judíos, me pidieron que ni siquiera los llamara, nunca más, por teléfono. Por haber publicado un libro — mi libro número 25 — con las conclusiones de una investigación que cumplía con todos los requisitos académicos, las organizaciones judías trazaron en torno a mi persona un verdadero cordón sanitario que destruyó el conjunto de mis actividades sociales y profesionales. Ni durante los peores momentos de la dictadura militar (primer exilio) sufrí semejante asedio. Tuve que recurrir a un segundo exilio, para salvar la vida. Así están las cosas en la República Argentina. Y en otros muchos lugares del mundo occidental.

Esa ocupación judía de un país, se puede medir por un complejo entramado jurídico-legal que le otorga a los judíos en la Argentina no sólo el status de ciudadanos de primera clase (una minoría étnica que está por encima del resto de los ciudadanos): la legislación argentina actual ha asumido — de hecho y de derecho — la naturaleza «diferencial» que los judíos se atribuyen a sí mismos, en tanto «pueblo elegido». Esa ocupación, ya realizada por un grupo étnico que en esencia no es argentino — porque reivindica y privilegia su Ser Judío y, por lo tanto, el principio de la «doble lealtad», que significa lealtad prioritaria al Estado judío –, tiene manifestaciones múltiples, como la existencia comprobada de grupos paramilitares judíos armados que responden directamente ante la Inteligencia del Estado judío.

Recordemos, p.e., el atentado contra un diplomático iraní en 1996. Este fue baleado a plena luz del día en una de las avenidas más transitadas de Buenos Aires y salvó milagrosamente su vida. Para la Policía argentina se trató de un mero hecho delictivo. No existieron explicaciones diplomáticas por parte argentina. A partir de ese hecho, que se vino a sumar a una larga cadena de acusaciones y agresiones de todo tipo, Irán endurece el diálogo con la Argentina. Dos años después, en un acto judío realizado en Buenos Aires, un periodista de un diario («La Nación»), que no puede ser definido, obviamente, como «antisemita» informa: «Más de 200 policías garantizaron la seguridad del acto… Estuvieron apoyados por perros entrenados de la Brigada de Explosivos, que husmeaban entre los bolsos de invitados y reporteros gráficos. A estos efectivos se sumaron otros jóvenes de civil y malos modos que se decían afectados a la seguridad del acto. Algunos de ellos, que no hablaban en español, se encargaban de identificar a los periodistas y dificultaban su desplazamiento entre el público» (Fuente: La Nación del 18 de julio de 1998). Esos jóvenes llegados de Israel, que ni siquiera se toman el trabajo de aprender el idioma del país (lo que nos demuestra hasta qué punto ha llegado la ocupación judía de la Argentina, ya que ni siquiera practican las reglas básicas del ocultamiento) son un calco psicológico de Ygal Amir, asesino del general Rabin. En Buenos Aires y otras ciudades de Argentina se ocultan en las escuelas rabínico-militares administradas por los grupos fundamentalistas judíos. Son ellos la verdadera «conexión local» del terrorismo fundamentalista judío.

Norberto Ceresole

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