El misterio del Grial

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Author: Julius Evola
Categoría: Etiqueta: Product ID: 1920

Descripción

Basándose en todos los principales textos de la leyenda del Grial y siguiendo el rastro de miles de años de pervivencia del mito, Julius Evola intenta develar el misterio del Grial rescatando su componente activo e iniciático, y no meramente literario, que lo entronca en la Tradición primordial y lo remonta a un origen hiperbóreo. Sería un error remitir el Grial al cristianismo cuando éste sólo se apropió de un preexistente mito con fuertes raíces en todas las grandes tradiciones y con amplia utilización en las leyendas nórdicas y celtas.

El Grial representa la presencia de una fuerza espiritual que conlleva un cambio de naturaleza y se remonta a la tradición primordial en su aspecto real. Su simbolismo se mantuvo vivo tras las reminiscencias en las diversas tradiciones.

Pasando por las historias caballerescas, por su simbolismo erótico, el imaginario medieval, las leyendas artúricas, gibelinas y templarias, los cátaros, los «Fieles del Amor» de Dante, sin olvidar siquiera a hermetistas, alquimistas y rosacruces, el autor hace un rastreo de todas las utilizaciones del mito de Grial e intenta encontrar su base común como un símbolo de iniciación guerrera y reintegración de un estado primordial.

Para ello Evola compara la literatura producida en dos milenios de historia de toda Europa y más allá. Como nos tiene acostumbrado, cada aspecto es considerado y comparado con meticulosidad y atención a través de los cruces entre textos, leyendas e historias, buscando similitudes tanto esotéricas como lógicas, históricas y etimológicas.

«El misterio del Grial» no es sólo un texto de enorme erudición, repleto de revelaciones y de lectura fascinante sino que también se convierte en una herramienta metodológica para la interpretación de los símbolos y para la búsqueda interior de la realización.

INTRODUCCIÓN

Hablar del misterio del Grial es hablar del Misterio del Centro y de los Orígenes. Muy sucintamente -por cuestiones de espacio- resumiremos el cuadro situacional tradicional diciendo que una vez concluido el ciclo aúreo (lo que implica una pérdida del estado primordial, expresado a su vez exteriormente en una desviación de eje terrestre), razas a su vez primordiales, impulsadas por los cambios que generaron la última glaciación, abandonaron la sede ártica (Airyanem-Vaêjô –»cuna de los arios»-, Cveta-dvipa o «Isla del Esplendor», Thule, la Tierra de Apolo o Isla del Sol, entre tantas otras denominaciones) para asentarse en las tierras circumpolares cincundantes. En cuanto a la franja de tierras septentrionales euroasiáticas, no podemos dejar de considerar asimismo a la propia Escandinavia, que aun en la Edad Media fue conocida como vagina gentium, precisamente por haber alumbrado multitud de pueblos. Pero el principal asentamiento habría que ubicarlo en una tierra nórdico-atlántica (que muy bien podría relacionarse con la actual Groenlandia, la Grünes-land o «tierra verde» de las tradiciones escandinavo-germánicas, que hasta épocas relativamente recientes parece haber estado libre de los hielos) donde establecieron una segunda Thule, a imagen de la primordial. A partir de este momento, el simbolismo del Norte y del Occidente se fundirán y confundirán (Thule-Avalon, Jardín de las Hespérides…) y no sólo por razones geográficas, sino también –y sobre todo- metafísicas (luz que declina para poder resurgir, misterio de la transformación que posibilita recuperar el estado originario).

A lo largo de este segundo ciclo, diferentes oleadas migratorias (todavía durante el Paleolítico Superior) arribaron a ambos lados del Atlántico, resultando incontestable –por lo que a Europa se refiere- que el foco de dispersión tanto de las sorprendentes pinturas rupestres (en consonancia con los demás vestigios artísticos de los denominados «helenos del paleolítico») como del más alto megalitismo, se sitúa en las costas nórdico occidentales. A su vez, desde la segunda Thule se continuó el avance migratorio hacia el Sur, ocupando un grupo de tierras más atlántico-meridionales (la Atlántida meridional o platónica, entendida como una gran «isla-continente» junto a un grupo de islas más occidentales) que abarcaban aproximadamente una franja comprendida desde las cercanías de la plataforma continental euro-africana hasta las actuales Antillas, donde entraron en contacto y se mezclaron paulatinamente con razas y mentalidades de origen meridional más arcaico.

Grandes convulsiones terminaron sumergiendo la mayoría de estas tierras atlánticas meridionales (la geología ha constatado grandes hundimientos de tierras en vastas áreas del Atlántico, fechándolos en unos 12.000 años), provocando al mismo tiempo un nuevo gran cambio climático planetario que supuso el fin de la glaciación de Würm, con el consiguiente aumento del nivel del mar en todas las costas continentales.

Un «mundo» había terminado, y una nueva corriente migratoria de supervivientes y de pueblos empujados por las nuevas condiciones de vida tiene lugar, esta vez predominantemente en la dirección Este-Oeste (en ambos sentidos, a ambos lados del Atlántico –donde la coincidencia de nombres es notoria: Tula, Tollan, Tlapallan e incluso Aztlan- donde ya debían existir previamente colonias atlantes como irradiaciones del foco -o focos- principal). En lo que a la corriente migratoria hacia el Este se refiere, diremos que se extiende especialmente (aunque no exclusivamente) por ambas vertientes de la cuenca mediterránea penetrando en el Oriente Próximo, dando lugar – dentro de su relativa heterogeneidad- a un tipo general de civilización de marcado carácter telúrico-lunar (la Luz del Sur), en ocasiones con acusados rasgos «titánicos» (como una especie de «herencia» de la involución implicada presumiblemente en las causas internas del cataclismo atlántico).

Sea como fuere, pueblos nórdico atlánticos –cuyas tierras de origen, aunque menos directamente, también se vieron afectadas por los cambios planetarios- llegaron a su vez a las costas nórdico occidentales europeas (como los Thuata de Dannan, tan ligados a la mitología -o más bien meta-historia- del Grial, quienes también tuvieron que enfrentarse a pueblos titánicos procedentes del mar), determinando una nueva corriente migratoria esta vez en sentido noroeste-sudeste, hacia Asia, como testimonia -entre otras cosas- la expansión del megalitismo dolménico, diferente del mediterráneo. Al mismo tiempo -junto con pueblos emanados directamente quizá de la citada civilización megalítica, como los denominados «pueblos del hacha de combate»- sucesivas oleadas de directa procedencia nórdica, los mismos que llegarían a ser conocidos como indo-arios, iranios, aqueos, dóricos, célticos, germánicos y latinos (pertenecientes todos al tronco general indo-europeo, estirpes de conquistadores que establecieron una jerarquía o sistema de castas de un significado a la vez espiritual y étnico) confluirían en el mismo escenario. Escenario donde tomará cuerpo el ciclo del Grial. El mismo que llegará a ser conocido como el mito europeo por excelencia.

En cuanto a este último, que es el tema que nos ocupa, diremos que presentando rasgos especialmente reconocibles asimismo en la tradición ario-irania, es sobre todo al ciclo mitológico irlandés al que nos debemos referir (algunos de cuyos recuerdos son concomitantes a su vez con ciertos episodios de los Eddas). En efecto, las más antiguas tradiciones narran la llegada a Irlanda de los misteriosos Thuata de Dannan (procedentes de Avalon, misterioso centro nórdico-atlántico), donde tuvieron que enfrentarse a pueblos de carácter titánico procedentes de los abismos del mar, como los Fomors y Fir Bolgs. No podemos dejar de reseñar, a todo esto, que la llegada de los Thuatas (la «raza divina») a tierras europeas es del todo equiparable a la llegada de los Quetzalcoatls, Bochicas o Viracochas (aquellos misteriosos «dioses blancos» civilizadores) a las tierras situadas al otro lado del océano, procedentes todos de un mismo tronco. Una vez alcanzada la victoria, los Thuatas procedieron a establecer su reino supremo en Tara, en la región de Mide –Meadhon o Meath- , término ligado etimológicamente al latino medius (medio), es decir, la «tierra del medio», análoga al Mitgard de las tradiciones germano-escandinavas. A dicho rey central estaban supeditados sus cuatro representantes, regentes a su vez de los cuatro tierras o reinos circundantes, correspondientes a los puntos cardinales, razón por la que Irlanda, Erin (o «isla verde» nuevamente), llegaría a ser conocida como la Isla de los Cuatro Señores, constituyendo así una imagen de la tierra central o polar de los orígenes, Thule o Avalon, y cuya tradición fue, en cierta medida al menos, heredada y continuada por los gaélicos (celtas irlandeses). Resonancias de todo esto las encontramos, por supuesto, en los «cuatro grandes reyes» de la India y el Tibet y de tantos otros lugares, de lo que nos limitaremos a reseñar un significativo ejemplo histórico: en el antiguo Perú, Cuzco era el centro tanto sagrado como político-social del Imperio, que se dividía en cuatro grandes regiones o provincias, gobernada cada una por un miembro de la familia real, que junto con el Inca regía todo el Tawantinsuyo, vocablo que en quechua significa literalmente la «Tierra de los Cuatro Cuartos».

Y así como Irlanda fue configurada como una nueva imagen del Centro Supremo o tierra primordial perdida (indestructible sin embargo en su dimensión trascendente de arquetipo atemporal), la idea del rey central responde a la asunción de una función metafísica de carácter eminentemente rector y regulador, tal como aparece recogido en la figuración indo-aria del Chakravartî, el Señor de la Rueda y Rey de Reyes, desde cuya inmovilidad central hace girar la «rueda del mundo», del Regnum, de la Ley, nos dice Julius Evola.

Nos encontramos así, en efecto, ante la idea, presente en las más diversas tradiciones, de un poderoso «Rey del Mundo», cuyo reino trasciende todo reino visible. De una misteriosa residencia que reviste, en un sentido superior, un significado polar (el término Târa, en sánscrito, designa especialmente a la estrella polar; presente asimismo en avatâra, «manifestación del polo»), axial, de centro inmutable representado como una tierra firme en medio de las aguas (imagen a su vez de lo cambiante), como una comarca sagrada e intangible, como una tierra luminosa o Tierra del Sol.

Este es el contexto en que toma plena carta de naturaleza el Rey Arturo (de Arcthos, oso -de donde procede el término ártico- , y vinculado a la constelación circumpolar del mismo nombre) y su simbólico reino, que se confunde con la tierra del Grial: una isla montañosa, una isla de cristal, una isla que gira sobre sí misma, una residencia rodeada por las aguas, un lugar inaccesible, una cumbre montañosa, un castillo solar, un monte salvaje (Montsalvatsche) y un monte de la salvación (Mont-Salvat). Si Inglaterra aparece como una especie de tierra prometida del Grial -continúa diciendo nuestro autor- y como el escenario donde se desarrollan sus principales aventuras, se debe a que la antigua toponimia celto-británica (al igual que sucede con Irlanda en la saga de los Thuatas) transfirió a esa tierra, especialmente a una parte de ella -Glastonbury = Glastig-beri, ciudad de cristal, o más bien Isla de Cristal (Ynis-Gutrin en bretón)- algunos recuerdos y significados referidos esencialmente al centro nórdico primordial.

Y del mismo modo que Merlin (Myrddhin), fiel compañero del Rey Arturo, es menos un personaje diferente del mismo que una representación del aspecto mágico y supramaterial del propio Arturo, la Tabla redonda responde a una imagen que reúne la totalidad del mundo, el terrestre como reflejo del celeste.

En cuanto al propio Grial como recipiente sobrenatural, que en algunos textos aparece como conquistado por Arturo al rey del «otro mundo» y en el que parece sintetizarse la centralidad trascendente del regnum mismo, se corresponde directamente con uno de los cuatro objetos mágico-sagrados traídos por los Thuata de Dannan desde su centro nórdico originario y que les otorgaron la victoria, siendo los otros tres una espada, una piedra y una lanza, estrechamente ligados a la función regia en su dimensión trascendente, y que también hacen acto de presencia en la saga artúrica. Por cierto que la extracción de una espada de la piedra (símbolo de fundamento) como designación sobrenatural del rey elegido, recuerda -por otra parte- un episodio de la saga germano-escandinava: Siegmund, padre de Siegfried (Sigfrido), arranca del «Arbol» una espada clavada que nadie podía arrancar.

Especialmente importante resulta asimismo el símbolo del «asiento peligroso», reservado al «caballero elegido» o decimotercero, llamado a realizar toda una obra de restauración, emprendiendo la búsqueda de «lo que se ha perdido» (el Grial) a fin de reasumir la función suprema de centro, lo que implica una decadencia previa del reino de Arturo (al igual que en su momento había sucedido con el de los Thuatas). Tenemos así el tema de la Gaste Terre o «tierra devastada» y del «rey herido» o impedido que aguarda al «héroe de las dos espadas», es decir, aquel que reunifica en sí mismo el poder sobre el mundo visible y el invisible tras vencer un peligro de carácter «titánico» o «luciférico». El mismo que tras «haberse abierto con las armas» el camino hasta el Grial, es capaz de formular la pregunta decisiva, de poner el dedo en la llaga de la cuestión fundamental que da sentido a toda su gesta (sin la cual su fuerza heroica quedaría maldita) restituyendo a la realeza su poder. En suma, ¿para qué sirve el Grial? Muchas veces, en el momento de formular la pregunta, es decir, de sentir en modo viviente esta problemática, acontece el milagro del despertar, de la curación o de la restauración (todo ello en consonancia con el denominado «misterio de la sangre»).

Tenemos así que en la Edad Media europea afloró una vena de espiritualidad que se remonta precisamente a la tradición primordial en su aspecto regio, tomando forma especialmente a través de la literatura caballeresca por un lado, y de las figuras, mitos y sagas del «ciclo imperial» (Alejandro Magno, el Preste Juan, Ogier de Dinamarca, el «tercer Federico» …) por otro, revelando el conjunto una perfecta coherencia interna una vez reconocidas sus ideas-base, su verdadera naturaleza, carácter y orientación.

No podemos entonces dejar de señalar lo erróneo de la interpretación del misterio del Grial como un misterio cristiano. El cristianismo, en efecto, como punta de lanza de una oleada «asiatizante» ligada, en el mejor de los casos, a la Luz del Sur, reviste en la concepción evoliana el significado de colapso no sólo de la tradición romana, sino de toda la tradición occidental. En efecto, como bien apunta nuestro autor en otro lugar, el mayor milagro del cristianismo consiste en haber logrado afirmarse entre los pueblos europeos, incluso teniendo en cuenta la decadencia en que cayeron numerosas tradiciones de los mismos. Sea como fuere, resulta innegable que, pese a los intentos tardíos de cristianización -nunca consumada por otra parte-, los elementos cristianos que aparecen en la saga no detentan sino un carácter accesorio, secundario y de cobertura. Como acabamos de ver, para captar su auténtico contenido han de ser asumidos como punto más directo de referencia los temas y recuerdos conservados más que nada en la tradición céltico-hiperbórea.

En esencia, el Grial simboliza el principio de una fuerza trascendente inmortalizadora vinculada al estado primordial y que se mantuvo presente durante el período de la «caída», involución o decadencia. Resulta significativo que en todos los textos los custodios del Grial y del lugar en el que el mismo se manifiesta no sean sacerdotes, sino caballeros, guerreros, y que además aquel lugar sea descrito no como un templo o una iglesia, sino como un palacio real o un castillo.

Llegados a este punto, podemos entender que el reino inaccesible e intangible del Grial representa ante todo un estado, al que se accede mediante un cambio de naturaleza. En este sentido, dicho reino –como Thule, la Isla Blanca o la Tierra del Sol- está siempre presente. De acuerdo a su naturaleza «polar», el mismo permanece inmóvil. En consecuencia, no es que el mismo esté a veces más cerca y a veces más lejos de la corriente de la Historia, son los hombres y sus reinos los que pueden estar más o menos cerca de él.

Ahora bien, en un cierto período, el medievo gibelino pareció presentar al máximo dicha aproximación y ofrecer, por decirlo así, una materia histórica y espiritual de tal carácter que el reino del Grial habría podido pasar de oculto a manifiesto, y dar lugar a una realidad al mismo tiempo interior y exterior, como en las civilizaciones tradicionales de los orígenes. Sobre esta base se puede sostener que el Grial fue la coronación y el «misterio» del mito imperial, así como la suprema profesión de fe del alto gibelinismo.

En efecto, el Sacro Imperio Romano-Germánico constituyó una restauración y continuación del espíritu de la antigua Roma, cuyo colapso fue al mismo tiempo el del intento de volver a levantar, reorganizar y unificar a Occidente en conformidad con el símbolo imperial (expresión sensible de una centralidad metafísica). Dicha continuación hacia una (nueva) síntesis «solar» ecuménica implicaba, lógicamente, la superación del cristianismo, y por tanto, debía entrar en conflicto con la pretendida hegemonía que alegaba cada vez más la Iglesia de Roma.

El Medievo esperaba una restauración heroica, esperaba al héroe del Grial, al «héroe de las dos espadas» que hiciese posible que el Arbol Seco del Imperio volviese a florecer, que el jefe del Sacro Imperio Romano-Germánico se convirtiese en imagen o manifestación del mismo «Rey del Mundo», haciendo brotar un ímpetu absoluto que venciese todo antagonismo, toda usurpación, todo desgarro, instaurando verdaderamente un nuevo orden solar.

La civilización ecuménica imperial y feudal del Medievo, más allá de su profesión meramente nominal de fe cristiana, ha de ser valorada sobre todo desde esta perspectiva. Y, como ya hemos dicho, ese despertar de una tradición heroica vinculada a una idea imperial universal debía suscitar fatalmente fuerzas enemigas y conducir finalmente al choque con el catolicismo. De ahí el drama del gibelinismo medieval, de la gran caballería, y en particular de la Orden del Temple.

Esta última, en efecto, prototipo de las órdenes ascético-guerreras que reflejaban el modelo de la caballería del Grial, y uno de cuyos cometidos principales (y velados) consistía en la preparación del advenimiento de un Mesías Imperial, encuentra ecos directos en el ciclo del Grial.

En Wolfram von Eschenbach, los caballeros del Grial son denominados Templeisen («templarios»), si bien en su relato no figura para nada un templo, sino sólo una corte (ha sido justamente reseñado a este respecto que la descripción que Bernardo de Clairvaux en su Elogio de la nueva milicia templaria hace del Templo, con sus escudos, bridas, sillas de montar y lanzas, recuerda más a la del Valhalla nórdico-germánico que a la del templo veterotestamentario). En algunos textos, los caballeros-monjes de la «isla» misteriosa llevan el signo de los templarios: una cruz roja sobre fondo blanco. En otros, las aventuras del Grial toman una dirección típica de «ocaso de los dioses»: el héroe del Grial cumple, es cierto, con la «venganza» y restaura el reino, pero una voz celeste le anuncia que debe retirarse con el Grial en una tierra insular misteriosa. La nave que viene a buscarlo es la nave de los templarios: ostenta una vela blanca con una cruz roja.

Indudable resulta también, por otra parte, que la Orden detentaba una jerarquía iniciática interna en la que como condición para ser introducido en la misma (tal como se desprende con gran uniformidad no sólo de confesiones arrancadas con tortura, sino también de declaraciones espontáneas) el candidato debía abjurar de la cristolatría «pisoteando el crucifijo». Esto, lejos de revestir tintes blasfemos, consistía más bien en una especie de prueba: había que demostrar la capacidad de superar una forma exotérica, simplemente religioso-devocional (fideísta) de culto.

Sea como fuere, con el ocaso del Medievo la tradición aflorada en el ciclo de las sagas aquí consideradas se retrajo nuevamente del escenario de la Historia. La misma prosiguió únicamente de modo subterráneo, a través de organizaciones secretas que, como arterias dispersas, pueden en cierta medida considerarse como herederos del Grial. Cabe citar en primer lugar a los «Fieles de Amor», es decir, aquellos poetas (entre los que se contó Dante) cuyo lenguaje erótico tuvo muchas veces un significado simbólico e iniciático, además de conformar una organización secreta de carácter gibelino decididamente contraria a la Iglesia (quizás no privada de relación con el Temple mismo).

A continuación, el mismo Hermetismo (como «Arte Regia») tal como se continuó tras la crisis del Medievo, cuya consecución del oro (sinónimo del Sol y el Rey) u «opus magnus» suele muchas veces presentarse bajo la forma de un rey que resucita.

Finalmente, la Orden Rosacruz (que no ha de ser confundida con los movimientos actuales que usurpan dicho nombre), misteriosa fraternidad que asimismo proyectaba una restauración de Europa y la llegada de un Imperator que habría de poner fin a toda usurpación, pero que en la vigilia de aquellos Tratados de Westfalia que dieron el último golpe a la residual autoridad del Sacro Imperio Romano-Germánico, se encerraron nuevamente en el silencio, volvieron a relegarse en la sombra (simbólicamente, los Rosacruces habrían «abandonado» Europa).

El último capítulo del presente libro atiende a una situación de singular importancia histórica, la «inversión de gibelinismo», tomando en consideración los orígenes y el sentido de la masonería, organización que estuvo dotada de un carácter iniciático en sus inicios pero que, en forma paralela a su politización, ha pasado a obedecer a influencias antitradicionales para actuar finalmente como una de las principales fuerzas secretas de la subversión mundial.

Sea como fuere –y como concluye J. Evola uno de sus pequeños ensayos dedicados a la temática griálica- incluso en la fase más oscura de la Edad Oscura, sigue siendo vigente lo que los ascetas tibetanos dicen respecto de Shamballa, la ciudad sagrada del Norte, hacia donde concluye la «vía del Septentrión» o devayâna: «Ella reside en mi corazón».

Javier M. Resurrección

[NOTA: en la presente introducción, y en la medida en que nos ha sido posible, hemos respetado no sólo el espíritu, sino incluso la literalidad de las ideas del autor]

PREMISAS

  1. EL PREJUICIO LITERARIO

Quien desee comprender lo esencial del conjunto de las leyendas caballerescas y de los escritos épicos a los que -juntamente con otros muchos afines y que en cierta medida le están vinculados – pertenece el ciclo del Grial, debe superar una serie de prejuicios, el primero de los cuales es el que llamaremos literario.

Se trata de la actitud de quien, en la saga y la leyenda, se niega a ver otra cosa que una producción fantástica y poética, individual o colectiva, pero, en todo caso, sencillamente humana, ignorando por tanto lo que en ella puede tener valor simbólico superior y que no puede acompañar a una creación arbitraria. En cambio, ese elemento simbólico, que a su modo es objetivo y supraindividual, precisamente constituye el elemento esencial en las sagas. En las leyendas, en los mitos, en los cantos de gesta y en las epopeyas del mundo tradicional. Lo que cabe y debe admitirse es que, en el conjunto de las composiciones, ese elemento simbólico no siempre procede de una intención perfectamente consciente. Sobre todo cuando se trata de creaciones de carácter semicolectivo, no era raro el caso de que los elementos más importantes y significativos se expresasen casi sin saberlo sus autores, quienes apenas se daban cuenta de que obedecían a ciertas influencias que en un momento determinado se valían de las intenciones directas y de la espontaneidad creadora de personalidades o grupos particulares como medio para conseguir sus fines. Así, también cuando lo que es composición poética o quimera espontánea parece estar, y está materialmente, en primer plano, este tipo de elemento no tiene en absoluto valor de revestimiento contingente o de vehículo de expresión al que sólo haya que conceder consideración superficial. Incluso puede admitirse que algunos autores tan sólo tratasen de «hacer arte», y que lo consiguieron hasta el extremo de que sus producciones van en contra de quienes únicamente conocen y admiten el punto de vista estético. No obstante, eso no quita que en su «hacer sólo arte», tanto más cuanto que obedecen a la espontaneidad, o sea a un proceso imaginativo no controlado, hiciesen también lo otro: conservar, o transmitir, o hacer intervenir un contenido superior que el ojo experto siempre sabrá reconocer y del que algunos de sus autores tal vez hubieran sido los primeros en asombrarse si se lo hubiesen señalado claramente.

Pese a ello, en las composiciones legendarias tradicionales es mucho más frecuente el caso de autores que no creían estar creando tan sólo arte o fantasía, aunque casi siempre estaban próximos a una sensación bastante confusa del alcance de los temas que ponían en el centro de sus creaciones. Podemos extender al terreno de las sagas y leyendas lo que hoy se ha terminado atribuyendo a la psicología individual, es decir, que existe una conciencia periférica, y que por debajo de ella hay una zona de influencias más sutiles, más profundas y más decisivas. Psicoanalíticamente, el sueño es un estado en el que las influencias de este tipo, reprimidas o excluidas de la zona de la conciencia externa de vigilia, se adueñan directamente de la facultad fantástica y se traducen en imágenes simbólicas que la conciencia experimenta sin saber casi nada de su verdadero contenido: y cuanto más extravagantes e incoherentes aparecen esas imágenes o fantasmas, tanto más hay que sospechar un contenido latente inteligente y significativo, y ello precisamente porque necesita disfrazarse más para tener vía libre a la semiconsciencia. Eso mismo puede pensarse también en muchos casos de la saga, la leyenda, la narración de aventuras, el mito e incluso la fábula. Suele suceder que precisamente el lado más fantasioso y estrambótico, menos evidente o menos coherente, menos susceptible de tener valor estético o histórico, y por ello generalmente descartado, es el que brinda el mejor camino para captar el elemento central que proporciona al conjunto de composiciones del género su verdadero sentido y a veces incluso su significado histórico superior.

Es la advertencia propia de una tradición, que más adelante veremos que no carece de relación con la del propio Grial: «Donde más clara y abiertamente he hablado de nuestra ciencia, allí lo he hecho de forma más ininteligible y allí la he ocultado», mientras que el emperador Juliano, por su parte, había escrito ya: «Lo que en los mitos parece inverosímil es precisamente lo que nos abre el camino a la verdad. Efectivamente, cuanto más paradójico y extraordinario es el enigma, tanto más parece advertirnos de que no nos fiemos de la palabra desnuda, sino que nos esforcemos en buscar la verdad escondida».

Esto por lo que se refiere al primer prejuicio que hay que superar, prejuicio que con frecuencia afecta a la consideración de los textos poético-legendarios medievales y que se manifestó particularmente enérgico, por ejemplo, para con la literatura de los denominados «Fieles de Amor», donde, a causa de la preponderancia del elemento artístico y poético de cobertura, a muchos autores les ha parecido iconoclasta toda tentativa de exégesis extraliteraria. O sea de tratar de comprender el «misterio», misterio del que en muchos casos ha sido portadora la literatura «poética» de que hablamos y que, como veremos, no carece de relación con las mismas influencias que han dado forma al ciclo del Grial, además de con ciertas organizaciones que actuaban tras los bastidores de la historia conocida.

  1. EL PREJUICIO ETNOLÓGICO

Otro prejuicio que hay que superar es el etnológico. Se refiere esencialmente a un tipo de estudios que han comenzado a descubrir en el ciclo de leyendas en las que aparece el Grial varias raíces subterráneas, pero que no han sabido ver en ellas más que fragmentos de folklore, de antiguas creencias populares primitivas. Precisar este aspecto es importante, en relación específica con la materia que trataremos, porque la presencia de esos elementos en la tradición del Grial es bien real, y constituyen además el hilo conductor para que en el aspecto suprahistórico e iniciático de la leyenda del Grial podamos reconocer también el aspecto histórico referente a la presencia y la eficacia de una tradición particular.

En primer lugar, aquí se extiende a lo colectivo la relatividad del aspecto «creación» que acabamos de señalar en el caso de las producciones individuales, dado que la mayoría ven en el folklore una producción popular espontánea, un producto fantástico colectivo mezclado con supersticiones que en sí y por sí hay que considerar más o menos una curiosidad. Siguiendo un prejuicio similar, las denominadas escuelas etnológicas, igual que las psicoanalíticas pasadas al estudio del «subconsciente colectivo», se han entregado a distintos estudios que siempre equivalen a una sistemática y contaminadora reducción de lo superior a lo inferior.

Debemos ceñirnos aquí a un solo enunciado y discutir el principio mismo del «primitivismo» que actualmente se les supone a ciertas tradiciones populares. Muy al contrario de ser «primitivas», en el sentido de originarias, en la mayor parte de los casos las tradiciones en cuestión no son más que restos degenerados en los que podemos reconocer antiquísimos ciclos de civilización. Así, estamos totalmente de acuerdo con Guénon en que, en el supuesto folklore, «en casi todos los casos se trata de elementos tradicionales en el verdadero sentido del término, aunque a veces deformados, mermados o fragmentarios, y de cosas que poseen un valor simbólico real, cuando todo ello, en vez de ser de origen popular, a fin de cuentas ni siquiera es de origen humano. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de su «supervivencia», cuando estos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas… que quizá se remontan a un pasado tan lejano que sería imposible determinarlo, y que por eso nos contentamos con relegar al oscuro ámbito de la prehistoria. A este respecto, sin embargo, el pueblo ejerce la función de una especie de memoria colectiva más o menos subconsciente cuyo contenido procede sin duda de otra parte».

Igualmente exacta es la siguiente explicación del hecho singular de que precisamente el pueblo sea en esos casos portador de una cantidad considerable de elementos referidos a un plano superior, por ejemplo iniciático, o sea propio de lo que por definición puede haber de menos «popular» : «Cuando una forma tradicional está a punto de extinguirse, sus últimos representantes pueden confiar voluntariamente a esa memoria colectiva de la que hemos hablado todo cuanto de otro modo se perdería irremisiblemente. Ese, en suma, es el único modo de salvar lo que en cierta medida puede salvarse todavía. Y, al propio tiempo, la incomprensión de las masas es una garantía suficiente de que todo cuanto tiene carácter esotérico no va a perderlo, sino que subsistirá como una especie de testimonio del pasado para quienes en otras épocas sean capaces de comprenderlo».

Esta última observación es particularmente aplicable a los elementos del supuesto folklore nórdico-occidental «pagano» presentes en los ciclos del Grial y del rey Arturo, elementos que, completados, o sea devueltos a su primitivo significado simbólico mediante referencias tradicionales y hasta intertradicionales, nos darán el verdadero sentido de las sagas y epopeyas en las que diremos que se fundieron, apareciendo en la cúspide del mundo caballeresco medieval y guardando también una relación con el ideal gibelino de Imperium y con distintas tradiciones y corrientes secretas que de una u otra forma recibieron la herencia espiritual de ese ideal.

Así, también resulta clara la diferencia entre el punto de vista que sustentamos y las citadas teorías psicoanalíticas sobre el subconsciente o inconsciente colectivo, en las que este último se ha convertido en una especie de cajón de sastre que acoge las cosas más dispares, todas ellas consideradas más o menos desde el punto de vista de la «Vida», del atavismo, de lo irracional. Lo que estas recientes teorías de modo tan uniforme consideran «inconsciente», a menudo hay que relacionarlo con una auténtica supraconciencia; sólo puede considerarse una broma que alguien diga que los mitos y los símbolos son manifestaciones de la «Vida», cuando en verdad su naturaleza es esencialmente metafísica, y no tienen nada que ver con la «Vida», a menos que se trate de la que perfectamente podemos llamar los «cadáveres» que quedan de esos mitos y símbolos. Tampoco vale objetar, como han querido hacer algunos, que toda consideración positiva debe limitarse a estudiar las manifestaciones de lo «inconsciente» como puras experiencias, sin introducir elementos trascendentales: donde falten puntos de referencia sólidos, no hay modo de orientarse entre la diversidad de las experiencias, no hay modo de comprenderlas ni de valorarlas, sobre todo si después se identifica abusivamente la experiencia en general con lo que son algunas de sus modalidades particulares, incluso condicionadas por factores patológicos. Eso está suficientemente probado por el resultado de todas las tentativas de interpretación psicoanalítica, que no sólo no alcanzan el plano del espíritu, sino que además, al caer en aberraciones del tipo de Tótem y Tabú de Freud, cuando no conducen a un mundo subnormal de neuróticos e histéricos, desembocan – como ocurre en la teoría de los «arquetipos» de Jung – en confusas concepciones muy influidas por el nuevo culto supersticioso de lo «vital» y de lo «irracional», demostrando así, no que carezcan de «hipótesis», sino que las tienen falsas.

III. SOBRE EL MÉTODO «TRADICIONAL»

Queda por eliminar la limitación metodológica propia de la tendencia que, suponiendo una transmisión totalmente exterior, casual y empírica, quiere hacer derivar unilateralmente de una particular corriente histórica los motivos fundamentales del Grial, y también los del mito imperial. Así vemos por ejemplo que, conforme a una opinión muy difundida, la leyenda del Grial es en el fondo una leyenda supuestamente cristiana. Otros, por el contrario, han formulado la hipótesis céltico-pagana, a la que otros han contrapuesto la hipótesis indo-oriental o la siríaca. La han comparado con la alquimia y, en otro plano, el Grial no sólo ha sido atribuido a las doctrinas de los cátaros o a la de los persas, sino que en algunos personajes característicos y en ciertos pasajes de la leyenda se ha tratado también de reconocer a personajes y lugares históricos, provenzales para unos y persas para otros.

Sea cual fuere la legitimidad de algunas de esas conexiones, lo que resulta decisivo es el espíritu con que se efectúan. Lo que caracteriza al método que llamamos «tradicional», en oposición al profano-empírico o critico-intelectualista de los estudios modernos, es que pone de relieve el carácter universal de un símbolo o de una enseñanza relacionándolo con otros correspondientes de otras tradiciones, con lo que establece la presencia de algo que es superior y anterior a cada una de esas formulaciones, diferentes entre sí aunque equivalentes, y puesto que es posible que una tradición haya dado a un significado común a todas una expresión más completa, más típica y más transparente que otras tradiciones, resulta que el establecer correspondencias de este tipo es uno de los medios más fecundos para comprender y completar lo que en otros casos se encuentra en forma más confusa o incompleta.

Aunque aplicaremos precisamente ese método en nuestra exposición, no es eso lo que suelen hacer los eruditos modernos. Ante todo, éstos, más que verdaderas correspondencias, establecen oscuras derivaciones, es decir que buscan el hecho empírico y siempre incierto de la transmisión material de ciertas ideas o leyendas de un pueblo a otro, de una «literatura» a otra, ignorando que, allí donde actúen influencias de un plano más profundo que el de la conciencia únicamente individual, allí puede también producirse una correspondencia y una transmisión por vías totalmente distintas de las ordinarias, sin condiciones precisas de tiempo y espacio ni contactos exteriores históricos. En segundo lugar, y sobre todo, en este orden moderno de investigación cada aproximación acaba resultando en una dislocación de puntos de vista antes que en una ampliación. Por ejemplo, cuando un estudioso descubre la correspondencia de algunos motivos del ciclo del Grial con otros que, supongamos, aparecen en la tradición persa, simplemente considera esto una «búsqueda» de fuentes y el resultado es afirmar triunfalmente: «¡El Grial es un símbolo persa!». La nueva referencia no le sirve en absoluto para iluminar una tradición con ayuda de la otra, para comprender una mediante el elemento, universal, metafísico y suprahistórico, acaso más visible en el correspondiente símbolo tal como ha sido formulado en la otra tradición. En resumen, es pasar sin reflexión de uno a otro de los puntos de una perspectiva con dos dimensiones, no es la búsqueda de ese punto de vista concreto que de las dos dimensiones superficiales puede conducirnos a la tercera dimensión, a la dimensión en profundidad, para que pueda servir de centro ordenador o de hilo conductor a todo el resto.

En cuanto a la mención que hemos hecho sobre las tentativas de interpretar los motivos del Grial con arreglo a personajes y situaciones históricas, dado que esas tentativas se han realizado también con otras sagas que tienen importantes relaciones con el Grial (rey Arturo, preste Juan, etc.), esto merece alguna otra precisión.

En general, en esos intentos actúa la denominada tendencia «evemerista», recogida por los autores modernos según su irresistible impulso a hacer depender, siempre que pueden, lo superior de lo inferior. Los personajes de los mitos y de las leyendas -piensan- son únicamente sublimaciones abstractas de personajes históricos, que han terminado ocupando el lugar de éstos y equivaliendo por sí y en sí en el plano mitológico y fantástico. Tal vez la cierto sea precisamente lo contrario, es decir, que existen realidades de un orden superior, arquetípico, que están diversamente representadas por los símbolos o por los mitos. Y puede ocurrir que en la historia determinadas estructuras o personalidades encarnen hasta cierto punto esas realidades. Se entrecruzan entonces historia y suprahistoria y acaban por completarse recíprocamente, y a esos personajes y a esas estructuras la fantasía puede transferirles de modo instintivo los rasgos del mito, precisamente basados en el hecho de que, en cierto modo, la realidad se ha vuelto simbólica y el símbolo se ha hecho realidad. En esos casos, la interpretación «evemerista» trastoca por completo las verdaderas relaciones. En ellas reside el «mito» que constituye el elemento primario y que debiera servir de punto de partida, mientras que el personaje histórico, o el dato histórico, es tan sólo su expresión, contingente y condicionada respecto al orden superior. Por eso en otro lugar hemos tenido ocasión de indicar el verdadero sentido de las relaciones, en apariencia absurdas y arbitrarias, que establecen estas leyendas entre personajes históricos muy distintos, basadas en el hecho de que, pese a no tener nada en común históricamente, en el tiempo y el espacio, fueron enigmáticamente consideradas manifestaciones equivalentes de un principio único o de una función única. Análoga es la razón de ser de algunas genealogías en apariencia no menos extravagantes: la descendencia legendaria expresa de modo figurado una continuidad espiritual que puede ser real aunque no tenga las condiciones propias de una continuidad sanguínea en el tiempo y el espacio. Las genealogías de los reyes del Grial, de Lohengrin, de Arturo, del preste Juan, de Helias, etc., en esencia hay que considerarlas de ese modo. Además, precisamente algunas situaciones ideales procedentes de la interferencia entre historia y suprahistoria de que hablábamos nos ofrecen la clave fundamental para comprender la génesis y el sentido del ciclo del Grial y de todo cuanto en él conduce a la idea suprahistórica no sólo de Imperio, sino también a una particular aparición de esa idea en el mundo medieval occidental.

  1. LUGAR HISTÓRICO DEL MISTERIO DEL GRIAL

Este aspecto debe esclarecerse como sigue.

Aislando los que propiamente se refieren al Grial, el conjunto de los textos nos presentan la repetición de unos pocos temas esenciales, expresados mediante el simbolismo de personajes y gestas caballerescos. Se trata esencialmente del tema de un centro misterioso, del tema de la búsqueda de una prueba y de una conquista espiritual, del tema de una sucesión o restauración regia, que a veces toma también el carácter de una acción curadora o vengadora. Parsifal, Galván, Galaad, Ogier, Lanzarote, Peredur, etc., no son en esencia más que diferentes nombres para un tipo único; también personajes equivalentes, representaciones diversas del mismo motivo, son el rey Arturo, José de Arimatea, el preste Juan, el Rey Pescador, etc., y también son imágenes que se complementan las de los distintos castillos misteriosos, las distintas islas, los distintos reinos, los distintos lugares inaccesibles y peligrosos, que en los relatos desfilan ante nosotros en una secuencia que, si bien por una parte crea una atmósfera extraña y surrealista, por otra suele terminar por hacerse monótona. Hemos señalado ya que todo ello posee en primer lugar, o es susceptible de poseer, un carácter de «misterio» en sentido propio, o sea iniciático. Pero, en la forma específica con la que todo ello está expresado en el ciclo del Grial, hemos de reconocer el punto en el que una realidad suprahistórica, por decirlo así, forzó la historia asociando del modo más estrecho los símbolos del denominado «misterio» a la sensación confusa, pero viva, de que la realización efectiva de ese misterio se imponía para solucionar la crisis espiritual de toda una época, o sea de la civilización ecuménico-imperial medieval en general.

De esta precisa situación cobró forma y vida el ciclo del Grial. La evocación de los motivos primordiales y suprahistóricos se encontró con el movimiento ascendente de una tradición histórica en un punto de equilibrio en torno al cual se precipitó y cristalizó en breve período de tiempo una materia de naturaleza y procedencia muy variada, unificada por su capacidad de servir de expresión a un motivo común. Por tanto, hay que partir de la idea de una unidad interna fundamental de distintos textos, con los distintos personajes, los distintos símbolos y las distintas aventuras propios de ellos, por lo que debemos descubrir la capacidad latente de un texto para completar o continuar otro, hasta haber precisado totalmente algunos temas fundamentales. Al margen de esto, devolver esos términos a sus significados universales intertradicionales ya una metafísica aliada de la historia, significaría sin embargo repetir lo que ya hemos expuesto en otra obra. Aquí, pues, deberemos limitarnos a exponer en forma de enunciado los puntos de referencia más indispensables para poder comprender en verdad el sentido, simultáneamente histórico y suprahistórico, del misterio del Grial.

Información adicional

Peso 260 g
Autor

Julius Evola

Paginas

203

Pasta

Blanda

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