Berlín, a vida o muerte

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Europa  10 €

Author: Miguel Ezquerra
Categoría: Etiquetas: , Product ID: 3275

Descripción

«Berlín, a vida o muerte» es la historia, desesperada donde las hubiere, de un grupo de hombres, en su mayoría falangistas españoles, que al mando del autor de este libro, Miguel Ezquerra, lucharon en el Berlín de 1945 hasta la caída del III Reich.

Héroes anónimos que impidieron durante días y semanas el avance de las tropas rusas que arrasaban y asolaban por donde pasaban la otra Gran Europa o Reich de los Mil años.

Con un valor que rayaba la locura, con un amor como sólo lo saben expresar los luchadores natos y con una bandera de España en el corazón, la Unidad Ezquerra llegó hasta el bunker del Führer, como aquí narra, y mantuvo sus posiciones hasta el último hombre, hasta el último cartucho.

Firmada la rendición de Berlín, a Miguel Ezquerra le quedará la batalla más dura: lograr volver vivo a su España natal, atravesando Francia y Alemania, completamente tomadas por el enemigo.

EL AUTOR

De Miguel Ezquerra se podrían escribir páginas sin fin encadenadas a una vida siempre al servicio del más alto Ideal de nuestra Patria.

En la II Guerra Mundial fueron muchos los camaradas que llevados por su amor al falangismo, a España y tras haber sido testigos en muchos casos de verdaderos crímenes por parte del comunismo en el seno de sus familias, optaron por seguir a Serrano Súñer en su histórica frase de «Rusia es culpable».

Miguel Ezquerra fue el paradigma de estos hombres: luchador sin fin, desde los momentos más dulces de las victorias alemanas en todos los frentes, hasta el fin del Reich de los Mil Años en el Berlín de 1945.

Ezquerra no dejó nunca, aún años después de terminada la gran contienda, de luchar por sus camaradas. Siempre que hacía falta buscarlos para cualquier asunto, allí estaba Miguel: enérgico, paternal, convincente… Todo eso simbolizaba un estilo y una forma de ser que como él diría años más tarde, ganó en los blancos campos de batalla de Alemania.

Dios le tenga siempre junto a sus camaradas, en los luceros que alumbran nuestro camino cada día.

PRÓLOGO

Tenía a punto mis notas para escribir este prologuillo cuando alguien me advirtió:

-Si se te va a ocurrir hacer un pequeño paralelo entre Miguel Ezquerra y su lejano antepasado Alonso de Contreras, abstente…

-¿Por qué?

-Porque eso mismo ya lo hizo Víctor de la Serna en otra ocasión.

De modo que una vez más mi viejo maestro y amigo Víctor de la Serna me ha pisado el poncho, cosa, por supuesto, que es natural.

En cualquier caso hay algo de común en estos dos soldados de tan distinto tiempo, y el nexo radica en la vocación militar y en lo fabuloso. Según mi leal saber y entenderá Miguel Ezquerra le ha fallado el no encontrar en su camino madrileño a un escritor del calibre de Lope de Vega, como le ocurrió a Contreras, que con su sola amistad y consejo otorgaba grados de nobleza literaria. Pero no le falla, y no puede decirse que le sobre, porque, a mi modo de ver, de eso siempre falta, lo fabuloso. En los últimos días de Berlín, Miguel Ezquerra, ya teniente coronel de las SS, es llamado por Hitler a su «bunker», donde nuestro soldado le agradece la distinción que le concede Hitler, a su lógico parecer la suprema, pero la rechaza, porque él es español hasta las cachas y piensa en serlo hasta más allá de la muerte. Y aquél té fuerte con Goebbels y los generales leales y aquella visión de Martin Bormann, que inclina la cabeza ante el zumbido de las balas, detalle que aunque no subraye, por el contexto se deduce que molesta a Miguel Ezquerra, empeñado, con un puñado de españoles, en la defensa imposible de la Cancillería ante la revancha roja.

Miguel Ezquerra mandó una unidad de españoles dentro de la SS, unidad que llevó su propio nombre, como sucedía en los tiempos de los Tercios Viejos o de los de Naciones, cuando los coroneles apellidaban sus coronelías, acaso porque de este modo ¡a intimidad militar adquiría unos caracteres familiares ligados también a la antigua «fides ibérica».

Por este relato seco, duro, óseo, no circula ni una palabra de más. Todo esta dicho con una sequedad infinita, del mismo modo que al dar un parte no se intentan filigranas literarias. Así como no existe un parte floreado, no existe la menor fioritura en el testimonio personal de Miguel Ezquerra, cuya larga peripecia combatiente asombrará al curioso lector tanto como la capacidad de síntesis de su primer capítulo, que arranca el 18 de Julio en Huesca y termina después de seiscientas palabras con singular laconismo: «Era teniente provisional. Solicité mi licenciamiento y, una vez concedido, reanudé mis tareas de maestro nacional.» No hubiera dicho más aquel sujeto romano con el que nos atosigaban en el colegio, a la hora de dejar la espada y ponerse a empuñar el arado para labrar la tierra.

Este es el libro de los que lucharon por una Europa nueva, si es que Europa existe, y fueron derrotados por el rulo soviético, único vencedor de aquella guerra que si no ganaron del todo los Estados Unidos, perdieron por completo el fenecido Imperio Británico y sus servidores continentales. Aquí no hay culpa que purgar, ni reproche que hacer. Aquí están los soldados de una ilusión perdida batiéndose hasta el fin.

Miguel Ezquerra era uno de ellos y mandó a un buen puñado de españoles en este combate perdido. No hizo una guerra mercenaria. Hizo una guerra de voluntario. Y ahora nos da, en estas páginas, una parte de su memoria.

Rafael García Serrano

LOS PRECEDENTES:

EN LA GUERRA DE ESPAÑA Y EN LA DIVISIÓN AZUL

La ibérica Huesca es una de tantas capitales de provincia, curtida entre duras guerras e inevitables reconquistas. Desde aquella lejana ocasión en la que se mostró partidaria de Julio César en sus luchas contra Pompeyo, ha visto pasear por su amurallado recinto a romanos, godos, árabes y cristianos. Con la braveza acumulada durante siglos, en las horas de dramática duda de julio de 1936, optó por el alzamiento militar. Y en consecuencia sufrió dos años de constante asedio.

Todos los españoles recordamos aquel mes de julio. Para mí, la imagen que lo refleja es la de un grupo de muchachos jóvenes, entre los dieciocho y los veinticinco años, sentados en una terraza del Café Universal. En una de aquellas mesas que estaban en los arcos de los porches, entonábamos una y otra vez el «Cara al Sol». Mutilábamos muchas de las estrofas, volvíamos a repetir comenzado, pero nunca lográbamos que nos saliera como debía cantarse.

Allí estaban Perico y Moncho, maestros nacionales, Fontana, contable, Pintado, agricultor, Ena, comerciante, y algunos más. Nunca dejaba de visitarnos un guardia civil amigo. Aquella era la mesa de los «fascistas», una isla rodeada de agua roja o derechista por todas partes. Las mesas que nos circundaban estaban ocupadas por enemigos ideológicos, pero como sabían que estábamos dispuestos a todo, respetaban hasta nuestras sillas.

Así llegó el día en que se declaró el estado de guerra. Era el sábado 18 de julio. Los militares que pasaban por las calles iban con la pistola al cinto. Nuestro amigo el guardia civil nos informó de que las tropas de África se habían sublevado. El Gobierno Civil era un hervidero de gente. A las últimas horas de la tarde, las autoridades locales se movían con rapidez. Todos aquellos jefes y jefecillos de los partidos políticos, que se creían verdaderos napoleones, daban órdenes y pedían armas.

Nosotros, como hacíamos todos los días, nos sentamos en nuestra mesa. Las de los marxistas no estaban tan concurridas como en días anteriores.

Los pocos que había, cuchicheaban con los que llegaban. Pronto nos dimos cuenta de que aquello no era un juego. Teníamos que estar prevenidos, y ciertamente estábamos dispuestos a todo. Es probable que aquel descaro nos protegiera de ser apaleados.

Era ya tarde cuando mis camaradas se retiraron. Con alguno de ellos me dediqué a recorrer los bares. En todos, las radios nos repetían una y otra vez, con sus altavoces a gran potencia, los continuos comunicados de Madrid. El asunto estaba al rojo vivo. Serían las dos de la madrugada, o quizás más tarde, cuando me retiré a la pensión.

Era imposible dormir en calma aquella noche. Cada minuto que transcurría, sentía como se ahondaba más y más el foso que nos separaría durante tres años a los españoles. Nadie sabía hacia donde íbamos, pero los desastres que habían jalonado los cinco años de República la acusaban ante el mundo de haber agravado los problemas de nuestro país.

A primera hora de la mañana, el guardia de asalto que vivía en la misma pensión, fue el primero en avisarme de que el Ejército había salido a las calles de Huesca para declarar el estado de guerra. Me vestí apresuradamente y fuimos al Gobierno Militar. Al dar el nombre del capitán Adrados, que también militaba en F.E., un centinela me acompañó hasta su despacho.

De allí pasé a otro, donde se encontraban el capitán Miguel González Ruiz, y dos camaradas que se me habían adelantado. Tres fue por tanto el número de mi licencia de uso de armas, que me entregó el capitán con el sello del Gobierno Militar. Muchas otras serían entregadas en aquellas horas decisivas, y las milicias marxistas, a pesar de sus entrenamientos para la lucha callejera, hubieron de capitular.   ,

Aquel domingo 19 de julio de 1936, como un español más de filas, comencé mi campaña. Con la mochila repleta de esperanzas, conocí los frentes de Madrid, Aragón y Extremadura. Tres años después, terminada la guerra, fui destinado a Málaga con la compañía que mandaba. Era teniente provisional. Solicité mi licenciamiento y, una vez concedido, reanudé mis tareas de maestro nacional.

Al estallar la segunda guerra mundial, yo me encontraba en Madrid. Decidido a ayudar personalmente a quienes nos habían apoyado frente al comunismo, me presenté en la Embajada Alemana. Me dijeron que me lo agradecían, y tomaron nota de mi dirección por si algún día precisaban mis servicios.

Por el ministerio de Asuntos Exteriores fui destinado a Francia como profesor de español. Mi escuela estaba en Bayona. Aquel mismo año de 1940 fue batido el ejército francés por los alemanes. Para salvar al país del desastre, los franceses reclamaron los servicios del mariscal Pétain, entonces embajador en España.

Al año siguiente, el gobierno alemán, decidido a poner fin a la amenaza comunista, y creyendo que los ingleses accederían a una paz honrosa, inició la campaña del Este. Millones de europeos marcharon como voluntarios a aquél frente. También a mí, me llegaron a Francia aquellas palabras pronunciadas en un discurso por un ministro español: «¡Rusia es culpable!».

No lo pensé ni pedí permiso a nadie. Me puse en camino, pasé la frontera, y sin pérdida de tiempo me presenté en Madrid. Busqué a mis amigos, recurrí a todos, pues quería incorporarme con mis camaradas para seguir luchando contra el enemigo de la civilización europea, contra el comunismo. Pedí, supliqué, recurrí a todos los procedimientos, pero no hubo modo de conseguir un puesto en las filas de la División Azul. Todo estaba cubierto, sobraba gente. Siempre estuve pendiente de que la Embajada alemana tomara en consideración mi ofrecimiento, pero no conseguí nada hasta que más tarde se iniciaron los relevos a finales de 1942. Al fin había llegado mi hora, y conseguía lo que con tanta ilusión había deseado siempre. No tuve que pensarlo mucho, y me alisté como soldado. Llegué a Logroño y no me dejaron salir, pues había una orden de que todos los que habían sido oficiales provisionales debían partir con el mismo grado. Al fin lo hice como teniente, en el batallón en marcha que mandaba el comandante Millán. Desde aquel momento tuve por compañeros y jefes a dos grandes capitanes, Ruiz Molina y Carretero.

Estuve en la División Azul hasta el 7 de octubre de 1943, fecha en que la unidad recibió la orden de volver a España (*).

(*) Integraron la División Azul 17.000 voluntarios españoles. La unidad combatió en el frente de Leningrado desde octubre de 1941. Después de su retirada se mantuvo en el frente la Legión Española de Voluntarios, compuesta por 2.000 combatientes, que también fue retirada unos tres meses más tarde. (N. del E.).

Información adicional

Peso 200 g
Autor

Miguel Ezquerra

Paginas

134

Pasta

Blanda

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