Genética de la inteligencia – Georg Rieck

$190.00

Author: Georg Rieck
Categoría: Etiqueta: Product ID: 3735

Descripción

El científico alemán Georg Rieck analiza rigurosamente el tema de la heredabilidad de la inteligencia no sólo con honestidad e integridad académica, sino también con suficiente coraje como para sostener realidades científicas que van en contra de las corrientes que impone la inquisitorial dictadura académica.

Según Rieck, La controversia alrededor del Cociente Intelectual (CI) ya ha durado más que cualquier otra discusión en la historia de la psicología. Ha tomado una forma que trasciende el ámbito científico normal para llegar a la supuesta constatación de “falsificaciones”, a la acusación de “fascismo”, y hasta a la agresión física. Con ello, la controversia alrededor del CI tiene mucho en común con otras grandes controversias de la Historia de la Ciencia, que se encendieron alrededor de cuestiones filosóficas o religiosas.

Para poder desentrañar el problema, Rieck analiza científicamente: La esencia y medición de la inteligencia. La heredabilidad de la Inteligencia dentro de grupos culturalmente homogéneos (poblaciones). El grado de heredabilidad de las diferencias en el CI, dentro de las capas sociales de un mismo pueblo. El grado de heredabilidad de las diferencias en el CI dentro de grupos de distintas razas.

En su análisis debe encontrarse con la irrefutable verificación de que las razas existen y tienen diferencias, y esta realidad no puede ser dejada de lado simplemente porque no nos guste o sea políticamente incorrecto afirmarlo, sino que debe ser comprendida para no caer en la injusticia y buscar un mejor desarrollo dentro del marco del respeto a las diferencias, que no es lo mismo que su negación. Actuar como si un problema “no existe” sólo dificulta su comprensión y solución. Desde ya que no se trata en lo más mínimo “superioridad” o “inferioridad” sino en que, como Rieck señala en su obra, toda raza presenta una multiplicidad de caracteres y rasgos que la diferencian.

Ante la eterna disputa entre el ambientalismo y la heredabilidad el autor busca el equilibrio entre el determinismo genético y la influencia del medio en la inteligencia humana, pues si bien refuta contundentemente el obsecado optimismo que se tiene antes las bondades del sistema educativo para el desarrollo intelectual del sujeto, tampoco busca todas las explicaciones de el mismo en el material genético.

La obra de George Rieck, en suma, presenta un enfoque científico sincero y riguroso sobre un tema tan complicado como la genética.

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

Cuando alguien dice de otra persona “… ¡es muy inteligente!”, por regla general la afirmación va acompañada de un juicio de valor sobreentendido. Ser “inteligente” – sobre todo en nuestras eficientistas sociedades modernas – es muy importante; casi podríamos decir que es indispensable si se desea “progresar”. De un modo amplio y vago, el común de la gente asumiría una actitud valorativamente positiva ante cualquier indicio de inteligencia. “Ser inteligente es bueno”, dirá el vulgo; “ser inteligente es necesario”, dirá el arribista; “ser inteligente es imprescindible” dirá el Jefe de Personal de la empresa al examinar candidatos a un futuro empleo.

Quizás no sea muy propio decirlo justamente en el prologo de una obra que trata acerca de la inteligencia, pero hay que decirlo: la inteligencia no es la cualidad que más valoramos cotidianamente en las personas. Al menos – y aquí conviene entrar en el detalle de las aclaraciones – no lo es desde un punto de vista humano; no lo es si consideramos todo el tema desde el aspecto del aprecio que podamos tener por determinada persona.

El hecho de que un ser humano sea inteligente – o no lo sea – habla de cierta capacidad que, genéricamente, podríamos definir como la aptitud para resolver problemas. Esta aptitud, demostrada o puesta en juego a lo largo y ancho de miles de situaciones posibles, puede, ciertamente, generar nuestra admiración. Difícilmente, sin embargo, despierte nuestro afecto.

Nadie podrá negar que las cárceles, están llenas de personas inteligentes. No hace falta ninguna estadística cuidadosamente llevada al respecto para afirmar que, por ejemplo entre los condenados por defraudaciones o estafas, difícilmente se pueda hallar a alguien con un Cociente Intelectual inferior a 100. Mirándolo desde este punto de vista, la inteligencia como valor humano se vuelve bastante relativa puesto que ¿cuál podrá ser el valor de un atributo que hallamos hasta entre los criminales?

Sin embargo, un desprecio por la inteligencia sería peligroso. Más aún: sería suicida. La inteligencia es la que más y mejor garantiza nuestras posibilidades de supervivencia. En el duro mundo de las luchas por la supervivencia y la existencia la inteligencia es, probablemente, el arma más eficaz. La inteligencia nos permitió multiplicar nuestra fuerza muscular con palancas y con poleas. Nos permitió construir viviendas, inventar el telar y llegar a la luna. Lo que sucede es que se trata en ella de un valor práctico, no de un valor moral, ni de un valor estético, ni de un valor afectivo.

La inteligencia nos dice que con una palanca se pueden mover piedras o, como quería el antiguo sabio griego, dado el adecuado punto de apoyo, se puede mover el mundo. Pero la misma palanca puede servir para abrir cajas fuertes ajenas y hasta para hundirle el cráneo al vecino. La inteligencia nos da la capacidad para resolver un problema. Para bien o para mal. Con altruismo o con egoísmo. Con vocación de servicio o con afán de lucro. La inteligencia del usurero es, esencialmente y desde el punto de vista de las mediciones, la misma que la del empresario o la del ingeniero. Por eso, cuando buscamos una persona que nos resuelva una dificultad, buscamos a una persona inteligente. Pero, cuando buscamos una persona para que nos acompañe, o para que nos consuele, buscamos a una buena persona.

La inteligencia es tan sólo un aspecto de la persona y jamás valoramos a otro ser humano exclusivamente por un solo aspecto de su personalidad o carácter. Cuando emitimos un juicio de valor de determinado ser humano, o de determinado grupo de seres humanos, hacemos – aunque sea inconscientemente – una especie de suma y división. Sacamos promedios. No con mucha rigurosidad matemática, es cierto, ya que ciertas magnitudes pesan afectiva y culturalmente más que otras; pero, en cualquier circunstancia decisiva de la vida es el valor integral de una persona lo que nos importa.

Es necesario no perder todo esto de vista al leer la obra de J. Rieck ya que la misma, como todas las de su género, es forzosamente específica y determinada. Específica, porque trata un tema específico sin pretensiones de traer a colación todas las relaciones universales posibles. Y determinada, porque la especificidad del tema determina los métodos de observación, análisis y evaluación.

El autor es alemán. Este hecho requiere en nuestro medio de dos observaciones necesarias. Primero: cualquiera que conozca los prejuicios vigentes y regentes en la Alemania actual sabrá que, para aproximarse al tema de la heredabilidad de la inteligencia con la honestidad – a veces hasta. cruda- con que lo hace J. Rieck, hay que tener algo más que sólo integridad académica. Hay que tener coraje. Segundo: al leer las consideraciones valorativas que el autor hace sobre la inteligencia, uno no puede menos que tener presente esa especie de eficientismo competitivo innato que parece distinguir a anglosajones y germanos por igual. Lo primero es digno de respeto; lo segundo es admirable. Y, volviendo sobre lo que dijimos antes, quizás sea conveniente apuntar que uno, generalmente, respeta lo que ama pero no forzosamente ama lo que admira.

Quien quiera ver en esta obra una prueba más de la vulgarizada tesis de que todos los Hombres son iguales y que sólo el medio hace toda la diferencia, se equivocará y sería mejor que pensase en leer otra cosa. Pero quien crea que aquí hallará la prueba de que la inteligencia, es algo absolutamente determinado por factores genéticos, se equivocará también. La inteligencia no es un carácter inalterable frente al medio, semejante a rasgos tales como, por ejemplo, el color de los ojos, la forma de la nariz o la sección del cabello. El determinismo genético, que supuestamente afirmaría la total y absoluta predominancia de la heredabilidad en el fenómeno de la inteligencia, es una de esas tantas nebulosas desinformáticas que, en realidad, no ha sido sostenida jamás por ningún científico. Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo de la tesis inversa. De hecho, los científicos de más renombre popular – esos que han ganado laureles oficiales, el favor de la prensa y espacios en esa forma de prostitución de la ciencia que se llama “divulgación científica” – esos científicos sí han afirmado la total y casi absoluta predominancia del medio por sobre los factores hereditarios.

Lo malo en esto no es tanto el error en sí sino, como en muchos otros terrenos, la hipocresía que se ha deslizado por las controversias. Nadie se atreve a afirmar que el medio puede hacer un perro de un gato, reconociendo así al menos cierto límite para la influencia del medio. Pero mucha gente cree aún a pié firme que una maravillosa educación puede convertir en físico nuclear a un estúpido. Y el hecho más que indiscutible que ningún estúpido ha podido ser transformado en físico nuclear hasta el día de la fecha no amilana a legiones de profesionales del disparate que insisten en buscarle fallas a nuestros métodos pedagógicos en lugar de sacar simples conclusiones lógicas de más de 40.000 años de experiencia biológica.

En realidad, de lo que se trata es de un desesperado esfuerzo por no herir susceptibilidades. Sobre todo las socio-políticas que pueden costar una cátedra, una subvención, un renombre o un empleo. Cuando de estas susceptibilidades se trata, los 40.000 años de experiencia son alegremente mandados de paseo y se sigue afirmando con obcecado optimismo que el nivel de desarrollo mental alcanzado por una persona depende exclusivamente de las bondades del sistema educativo. Que ello no es así es algo que J. Rieck demuestra irrefutablemente a lo largo de las páginas que siguen.

Sucede que simplemente no es cierto que somos “el producto de nuestro medioambiente”, como que tampoco es cierto que somos “el producto de una combi12

nación material de genes”. En esto resulta curioso que las escuelas marxistas, con su materialismo declarado, no hayan caído en el determinismo genético y – con él – en un racismo exacerbado siendo que, por el contrario, han preferido continuar el lirismo ambientalista de los burgueses del S. XVIII exagerando tan sólo ciertas relaciones de causa y efecto. Lo concreto es que el Hombre no es un “producto”. El ser humano, cuando nace es una promesa, y a lo largo de su vida es una posibilidad que se va realizando en alguna medida y de cierta forma. Nadie ha dudado jamás de que, en el cumplimiento de esa promesa y en la realización de esa posibilidad, el medioambiente ejerce su influencia ya que, de no ser así, el Hombre – en la medida de sus capacidades – no podría fracasar jamás.

En realidad, el problema no es si existe – o no – una interrelación entre herencia y medio. Todo el mundo sabe y admite que existe. El problema no estriba en establecer la existencia del fenómeno sino en investigar su medida. Sus proporciones. Sus relaciones recíprocas. La ausencia de físicos nucleares nacidos idiotas demuestra que hay un límite para el medio y para la educación; algo que ya los españoles clásicos supieron expresar admirablemente con aquello de “Lo que natura non da, Salamanca non presta”. Y, por el otro lado, la existencia de personalidades brillantes y destacadas, provenientes de ambientes más que desfavorables, demuestra la superioridad del talento sobre el medio, al menos en ciertos casos. Pero ¿qué es un gran talento? ¿Qué es el genio? ¿Qué es la idiocía o la estupidez? El genio ¿es inteligencia en grado superlativo o es otra cosa completamente diferente? ¿Cuánto talento hace falta para vencer un medio adverso y cuanto medio adverso hace falta para ahogar a un genio? ¿Qué podemos esperar de una persona inteligente puesta en un medio medianamente desfavorable y qué de una persona medianamente inteligente puesta en un ambiente muy favorable? Es sobre esta interrelación entre herencia y medio que J. Rieck se propone apuntar un gran foco de luz.

Que para ello hace falta coraje, además de honestidad académica, se comprende fácilmente. Quien dice “herencia” en algún momento terminará ingresando, de una forma o de otra, al ámbito de la antropología y la etnología con lo que, gracias al esquematismo mental de nuestra época, corre grave riesgo de terminar etiquetado de racista. Y naturalmente, nadie quiere tener a un racista en su Universidad, en su periódico o en su empresa.

El resultado es que nadie se atreve a hablar de las razas humanas, a no ser para afirmar cinco veces seguidas y con la debida unción que la raza de una persona no tiene la más mínima importancia. Es como si, al hablar de los colores de las flores, agregásemos siempre y de modo automático la observación de que el color de las flores es algo totalmente irrelevante. Si lo es, ¿por qué está expresamente prohibido tenerlo en cuenta en algunas partes y a propósito de algunos temas? La hipocresía quizás venga aquí en auxilio de algunos afirmando que no está prohibido hablar de ello; que lo que está prohibido es exagerar su importancia. Aún así, la posición argumental no convence. ¿Qué necesidad hay para prohibir – en varios casos hasta por fuerza de ley – la exageración de lo irrelevante? Exagerar lo intrascendente no es malo; es estúpido. ¿Hasta qué punto es posible, en absoluto, magnificar lo que no tiene importancia alguna? Los callos y el pié plano son, sin duda, algo culturalmente irrelevante y en toda la Historia Universal a nadie se le ha ocurrido formular una posición intelectual o política basada sobre la prohibición de admitir que ciertas personas sufren de callos o de pié plano. Pero admitir las diferencias raciales se considera discriminación. Y la discriminación está prohibida por ley.

La única verdad es que las razas, aún con toda la escasa importancia que algunos les quieran conceder, existen. Las características raciales, aún con toda la irrelevancia que se les quiera otorgar, existen. Las idiosincrasias étnicas, por más a un costado que se las quiera dejar, existen. Consecuentemente, las diferencias etnoculturales también existen. Y, porque existen, terminan, volens-nolens, teniendo su importancia. Como lo saben muy bien precisamente aquellas personas que más se empeñan en prohibir hasta su simple mención.

La realidad no puede ser negada con la excusa de que, por causa de ciertas convicciones dogmáticas, no nos gusta. La existencia de hechos reales no puede ser pasada por alto mediante la hipocresía de quienes, en privado, reconocen los fenómenos pero, en público, insisten en proceder como si no existirían. El actuar “como si” un problema no existiese no contribuye en nada a hacer desaparecer el problema. Es más: contribuye únicamente a hacer imposible su solución. Con el mismo criterio podríamos mañana intentar la superación de la fuerza de la gravedad declarándola oficialmente inexistente. Quizás lograríamos evitar que las personas estudiasen los capítulos de Física dedicados a la fuerza de gravedad. Pero no conseguiríamos evitar el caernos de narices al primer traspié. Bien mirado eso es exactamente lo que les sucede a los intelectuales dogmáticos y a los políticos hipócritas: viven cayéndose de narices. Aunque, probablemente, se consuelan afirmándose mutuamente que, en rigor de verdad, no deberían haber caído; que todo es solamente culpa de la maldita realidad que todavía no ha aprendido a ajustarse a los maravillosos dogmas preconcebidos.

Quienes ciertamente quedan sin consuelo eficaz son los pueblos y las personas que resultan afectados por las decisiones que de esta manera se toman. Sociedades multiétnicas enteras han quedado bajo la imposición dictatorial de sistemas políticos y educativos que proceden “como si” las personas de distintas razas fuesen efectivamente iguales aunque se compruebe todos los días que no lo son. El resultado, en todas partes, no ha sido la progresiva igualitarización de los individuos y los grupos sociales. El resultado ha sido la injusticia. La arbitrariedad. La tiránica imposición de obligar a declararse iguales a grupos humanos que no quieren ser iguales a quienes insisten en considerarlos oficialmente iguales. Y, en no pocos casos, la actitud ha conducido a la explosión de trágicos enfrentramientos y sangrientas “limpiezas étnicas” que bien podrían haberse evitado con tan sólo reconocer el fenómeno y obrar en consecuencia.

En los EE. UU. y en Europa ciertos círculos blancos insisten en considerar como iguales a hombres y mujeres de raza negra que no tienen la más mínima intención ni el más mínimo deseo de considerarse iguales a los blancos. En los grandes foros internacionales es frecuente ver a hombres blancos defender con especial ahínco los intereses de negros y amarillos aún cuando jamás negros y amarillos se levanten para defender los intereses de los blancos. Esta actitud de los blancos no sólo es bien vista sino hasta aplaudida, especialmente en aquellos países que tienen leyes muy estrictas contra la discriminación racial. Nos hemos vuelto tan quisquillosos en eso de no discriminar a los demás que hemos terminado humillándonos a nosotros mismos. Por no ser un “racista blanco”, el hombre blanco europeo ha terminado aceptando y aplaudiendo los argumentos del racismo negro, del racismo amarillo y del racismo de todas las demás etnias y razas. Para no ser acusado de “fascista” la mayoría de la gente se ha puesto tácitamente de acuerdo en pasar benévolamente por alto el racismo de los antifascistas que, en ciertos casos, tiene hasta raíces religiosas. Con tal de evitar el cargo de racismo hemos optado por presentarnos como racistas invertidos: en lugar de exagerar las virtudes de nuestra raza magnificamos las de todas las demás. Probablemente esto venga como consecuencia de la manía de querer solucionar problemas declarándolos inexistentes. Negando cualquier y todo tipo de diferencia, proclamamos la igualdad contra viento y marea y terminamos comportándonos como si fuésemos inferiores.

Que el problema no es, en absoluto, uno de “superioridad” o “inferioridad” – entendiendo estos dos términos como categorías absolutas – parece ser algo que no se le ha ocurrido a nadie. Superioridad e inferioridad son términos que, en Antropología, no tienen sentido si se los emplea como categorías absolutas y sin especificar el carácter, el rasgo o la capacidad específica a la que se refieren. Como J. Rieck señala en su obra, toda raza presenta una multiplicidad de caracteres y rasgos que la diferencian. El mayor o menor desarrollo de uno o varios de estos caracteres, o la especial modalidad de alguno o algunos de ellos, es lo que le otorga a cada raza cierta particularidad y cierta gama de aptitudes.

Y ése es prácticamente todo el tema: el talento diferenciador, la orientación biopsíquica general de cada tipo de ser humano. Y en esta diferenciación no intervienen ni los odios ni el menosprecio. Echarle en cara al percherón que no es capaz de ganar el Gran Premio es exactamente tan inútil como recriminarle al caballo de carrera su escasa utilidad para tirar de un carro. Es como recriminarle al eminente cirujano su probablemente escasa aptitud para la física nuclear. Cuando se habla de las diferentes aptitudes y características étnicas con sinceridad, el odio racial – que tanto mencionan quienes insisten en cultivar cuidadosamente programados complejos de inferioridad y de culpa – no aparece por ningún lado. De hecho, el fenómeno que generalmente se verifica es el de antirracistas que odian a intelectuales que, a su vez, no odian a nadie.

La obra de J. Rieck será para muchos probablemente difícil de leer. Trata un tema difícil. La Genética y los problemas relacionados con ella no se caracterizan precisamente por su simplicidad y es cierto que el autor no hace demasiados esfuerzos por vulgarizar el tema.

Pero la futura recuperación de las Ciencias Naturales – entre ellas la Biología y, con ésta, la Genética y la Antropología – es un proceso previsible ante la insatisfacción cada vez mayor que produce un mundo edificado principalmente sobre la Física y la Mecánica. El futuro esta signado por una revaloración sustancial de la Biología y esto, probablemente en no escasa medida, gracias al fenomenal avance que ya ha tenido la electrónica. El Proyecto Genoma Humano, por ejemplo, hubiese sido completamente impensable sin el formidable adelanto en el procesamiento electrónico de datos que hemos conseguido. En este sentido, el trabajo de J. Rieck apunta también hacia el futuro.

Aunque, ciertamente, levantará muchas polémicas entre las personas atacadas por la miopía todavía predominante, presenta un enfoque, sincero y riguroso, que se volverá cada vez más vigente y más necesario a medida en que vayan construyéndose las complicadas sociedades de los próximos siglos.

Información adicional

Peso 190 g
Autor

Georg Rieck

Paginas

121

Pasta

Blanda

Valoraciones

No hay valoraciones aún.

Sé el primero en valorar “Genética de la inteligencia – Georg Rieck”

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *