Descripción
Otto Rahn, convencido de su ascendencia cátara, finalizada la carrera de Filología, a partir de 1924 se dedicó a viajar y explorar las cuevas y castillos del sur de Francia. Emprendió ese viaje buscando evidencia que demostrara que los cátaros habían sido los últimos custodios del Graal… o quizás más: ¡tal vez lo que buscaba era el mismo Graal!
En 1935 se había fundado la Ahnenerbe («Sociedad de Estudios para la Historia Antigua del Espíritu», posteriormente referida como «Herencia de los Ancestros»), como departamento dentro de las SS dedicado a rastrear la herencia germánica. La Ahnenerbe financiaba expediciones y excavaciones en todo el mundo, desde el Tíbet hasta la Antártida.
Desde esta estructura Himmler financiaría las investigaciones de Rahn en el Languedoc con todos los medios necesarios para descubrir el tesoro cátaro que habría sido salvado por caballeros sobrevivientes de la sanguinaria inquisición católica.
Difícil fue su búsqueda pues los documentos cátaros fueron totalmente quemados para ocultar verdades que habían sido cuidadosamente distorsionadas por la historia oficial. Para Rahn, Dios no es Jehovah sino El Verbo, El Cristo-portador de la Luz, Lúcifer-el Lucero de Venus, remontándose con la religión cátara al cristianismo de los orígenes.
PRÓLOGO
Wolfram von Eschenbach nos informa que Kyot, «el famoso Maestro», trajo a suelo germano la verdadera leyenda del Graal desde la Provenza; y que Chrétien de Troyes (el autor del Parsifal galo, o el Conde del Graal) la modificó. Si bien es cierto que no existe poema épico alguno acerca del Graal escrito por «Kyot», sabemos que a finales del siglo XII un poeta francés de la Provenza de nombre Guyot recorría las cortes más renombradas del norte y sur de Francia; y que entre sus poemas se encontraba una «Biblia» en la que caricaturizaba a sus contemporáneos. Resulta posible atribuir a este Guyot una versión del Parsifal que jamás llegó a nuestras manos.
La primera parte del Parsifal de Wolfram posee una fuerte influencia del «Perceval le Gaullois» de Chrétien, y es una obvia imitación de la misma. Pero a partir del libro noveno, Wolfram se embarca en una formulación totalmente novedosa de la historia del Santo Grial. Si esto fue inspirado por Guyot, su contribución habrá afectado solamente a la última parte, la más importante, la que se refiere al Graal.
¿Por qué jamás llegó a nosotros la versión original de Guyot?(2) Hay muchas teorías al respecto; pero, a mi entender, el verdadero motivo nunca ha sido expuesto. Nunca hemos reconocido cabalmente que las cruzadas de 1209 a 1229 contra la Provenza y el Languedoc, y sobre todo la Inquisición en el sur de Francia, destruyeron gran parte de la literatura provenzal. La censura aplicada por los miembros de la «Cruzada contra los Albigenses» y la Inquisición fue sumamente eficiente. Todo libro sospechado de herejía era sometido a «la prueba del fuego» y arrojado a la hoguera. Solamente aquellos libros que eran considerados no heréticos quedaban intactos y eran puestos a resguardo. Con el uso de tales métodos, es fácil comprender que haya quedado poco de lo más valioso.
Walter Map, clérigo de la corte de Enrique II de Inglaterra, probablemente autor del Grand Saint Graal (escrito circa 1189), relata que, si bien no había «herejes» en Bretaña, por contraste los había y muchos en Anjou, y que también eran numerosos en Borgoña y Aquitania (por consiguiente en la Provenza y el Languedoc) (3). Caesarius von Heisterbach explica que la «herejía albigense» se extendió tan intensamente que había conversos en casi un millar de pueblos y ciudades; y que, de no haber sido exterminada a sangre y fuego, habría tomado toda Europa. (4) Un historiador de la orden de los Hermanos Menores la menciona como uno de los cinco principales enemigos de Roma, junto con los judíos, los paganos, los musulmanes y los emperadores germanos.
En lo que respecta a su doctrina, los «albigenses» (que sólo su nombre tenían en común con la ciudad de Albi, al sur de Francia) pertenecían a dos sectas herejes diferentes. Los más conocidos eran los Valdenses (fundados por un mercader de Lyon llamado Peter Waldo), los que en un período increíblemente corto se extendieron por todo el oeste de Europa. Los segundos eran los Cátaros (del griego kataros = puro, de donde deriva también la palabra germana ketzer = hereje). A éstos bien podía llamárseles los Mahatma Gandhis de Occidente en la Edad Media. Inclinados en sus telares, cavilaban acerca de si «el espíritu del mundo teje el traje viviente de la divinidad en el chirriante telar del tiempo». Esto explica por qué también se les llamaba «los tejedores».
Puesto que este libro no se propone dar cuenta de la historia de todas estas sectas, sólo me referiré a los valdenses en tanto aparezcan en la trama de mis investigaciones. Mi tarea se centra en el estudio de los cátaros y sus misterios.
Es muy poco lo que sabemos de los Cátaros al día de hoy, porque la mayor parte de su obra literaria fue destruida. No perderemos tiempo en intentar evaluar las confesiones realizadas por algunos cátaros en las cámaras de tortura de la Inquisición. Aparte de unas pocas obras técnicas de carácter histórico o teológico (muy pocas de las cuales se aproximan a la realidad), casi nada ha sido escrito acerca de ellos. Por razones que se hicieron evidentes durante mi trabajo, tanto más fueron silenciados su pureza y el coraje jamás antes escuchado de sus declaraciones de fe.
Maurice Magre, el amistoso profeta de la sabiduría hindú a quien deseo expresar mi sincero agradecimiento por sus recomendaciones acerca de su región natal en el sur de Francia, dedicó un capítulo de su libro «Magiciens et Illuminés» (Magos e Iluminados) al misterio de los albigenses: «Le maitre inconnue des Albigeois» (el Maestro desconocido de los albigenses) (5). Su hipótesis de que los cátaros eran budistas occidentales cuenta con muchos adherentes, y es sostenida por historiadores tan respetables como Jean Guiraud en su «Cartullaire de Notre Dame de Prouille» (1907). Más adelante nos referiremos a este tema en mayor detalle. Sin embargo, por fascinante que parezca, la teoría de Magre de que un sabio tibetano trajo la doctrina hindú de la metempsicosis y el Nirvana a las regiones del sur de Francia, no soportaría el más benevolente análisis.
Cuando decidí pasar un período prolongado de tiempo en una de las partes más hermosas (a la vez que salvajes e inhóspitas) de los Pirineos, no fue -como decían algunos periódicos franceses— para probar las teorías de mi amigo Maurice Magre.(6) En realidad era mi deseo poner en su lugar un tema que había cautivado mi imaginación.
En la Biblioteca Nacional de Francia, revisando y evaluando los resultados de mis investigaciones en los Pirineos, llegó a mis manos un opúsculo titulado «Le secret des troubadours» (el secreto de los trovadores) por Josephin Peladan. El autor sospechaba que los trovadores cátaros y templarios, la leyenda de Montsalvat, y las ruinas del castillo de Mont Segur (último bastión cátaro en caer durante la cruzada contra los albigenses), se hallaban secretamente relacionados.
Tuve la suerte de haber descubierto en las cavernas pirenaicas los últimos rastros de ciertos períodos, desconocidos hasta entonces, distintivos de la trágica historia de los herejes.
Corroborando con las leyendas locales, llegué a la conclusión de que, sin lugar a dudas, existía más que una relación etimológica entre Montsalvat (mons salvatus) y Mont Segur (mons securus).
El catarismo era una herejía; y sólo la teología podía proveernos las claves para descifrar su mística y sus secretos. Sólo un historiador de las civilizaciones puede describir dignamente el surgimiento y la decadencia de la cultura occitana. Sólo un experto en temas literarios puede abarcar las epopeyas del Rey Arturo, el Parsifal, Galahad y Titurel. Las cuevas -que constituían mi principal documentación, tan difícil y peligrosa— requerían de un espeleólogo y un experto en prehistoria. Y solamente un artista podría aportar el «ábrete sésamo» que nos franqueara el acceso al círculo místico y mítico del Graal.
Pido disculpas al lector por mi carencia de algunas de tales cualidades.
Mi deseo no era otro que conducir a los hombres de mi época a un mundo hasta ahora desconocido, el que pude desvelar con una soga, mi linterna de minero y mucho esfuerzo; y a la vez, narrar para mis contemporáneos la historia del martirio de los herejes templarios.
Deseo concluir mi Prólogo con las palabras de Franz Kampers, las que, junto con mi linterna, me ayudaron a veces a echar luz en los oscuros laberintos de las cavernas del Graal.
«La palabra «Gral» era oscura desde un principio. La falta de claridad del término mismo y su origen indican precisamente cuán sagrado fuera aquel momento de la historia en que existía una Majestad, conocida y comprendida, llamada Gral.» (8)
Otto Rahn, 1933
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